Para quienes el cine ha sido y será nuestra matria, no hay experiencia comparable a ver una película en comunidad, o sea, en la oscuridad de una sala, en esa especie de ritual cívico en el que se entremezclan razón y emoción. En las dos últimas semanas he tenido la experiencia de vivir esta ceremonia con dos películas que han sido coincidentes en levantar el aplauso del público con los créditos finales. Me refiero a Argentina, 1985 (https://www.huffingtonpost.es/entry/argentina-1985_es_633ac63ae4b08e0e606fc573) y a la primera que ha dirigido Juan Diego Botto, En los márgenes. Las dos coinciden en que, más allá de sus virtudes y defectos formales, son capaces de remover el alma y las tripas de los espectadores. El alma ciudadana, diría yo, en cuanto que las dos se ocupan de realidades políticas y sociales, desde la memoria al presente, que nos interpelan en cuanto miembros de unas sociedades democráticas que dejan mucho que desear desde la perspectiva de las garantías de unas condiciones mínimas de bienestar, o sea de dignidad, de todos y de todas.
La película de Botto, que es irregular y que adolece en
muchos momentos de ese tono de moraleja que con frecuencia ensombrece el cine
social – en este caso pareciera que el discípulo trata de demostrar lo mucho
que ha aprendido de Ken Loach o Adolfo Aristarain - , es una de esas producciones necesarias, en
cuanto que nos reconcilian con la capacidad de la pantalla para inquietarnos.
Todo ello desde la empatía que generan los vínculos emocionales que acabamos
estableciendo con los personajes a los que observamos. Aunque el tema central
es el drama de los desahucios y, por tanto, la débil garantía de un derecho a la
vivienda que, recordemos, en nuestro sistema constitucional no es un derecho
fundamental (art. 47 CE), hay otros muchos hilos de los que tirar en la madeja
de situaciones que nos plantea el relato escrito por el mismo director y por
Olga Rodríguez. Todos ellos confluyen en mostrarnos esa parte de la realidad
que queda en los márgenes, las vidas de tantas y tantas personas que sufren un
estatus devaluado de ciudadanía. En el contexto de un Estado social progresivamente
debilitado por el imperio de las políticas neoliberales, de unas
Administraciones que con frecuencia en lugar de garantizar derechos
revictimizan y generan nuevos obstáculos, y de una comunidad que, salvo las excepciones
que se traducen en movimientos como Stop Desahucios, permanece domesticada o ausente.
Lo que más me ha gustado de En los márgenes es como se
nos pone en evidencia, y he aquí un buen ejemplo de cómo también las películas
pueden tener perspectiva de género, que son las mujeres las que sostienen el
mundo. Las que, como vemos en los diversos personajes femeninos, tienen que
apañárselas para ocuparse de lo público y de lo privado, de la selva que rige
afuera y de los vínculos emocionales sin los que no es posible sostener una
relación afectiva ni mucho menos una familia, de los tiempos que en su caso son
en gran medida tiempos para los demás. Frente a ellas, más que con ellas, los
hombres, aferrados a nuestro rol de proveedores, ahora con el matiz de quienes
se sienten víctimas del sistema, y que, en el mejor de los casos, como sucede con
el personaje que interpreta Juan Diego Botto, somos maestros en el arte de
lanzar la teoría a otros mientras que somos incapaces de aplicarla en nuestra praxis
cotidiana. Hombres que como Rafa, que interpreta con su habitual mezcla de
fortaleza y ternura Luis Tosar, acaban volcados tanto en lo que tiene que ver con
la esfera de lo social que pierden la medida de lo que están dejando apenas
hilvanado en lo privado. Tan deudores del estereotipo del superhéroe, del salvador,
del que siempre hace justicia, del que, aun con buenas intenciones, pareciera
sacado de uno de esos relatos mitológicos que, con Ulises a la cabeza, han
poblado nuestra cultura hipermasculinizada.
En la película, y esta es sin duda uno de sus grandes aciertos, lo mejor
del personaje de Tosar es cómo, al estilo de esas historias basadas en dos tipos
que viajan juntos y viven todo tipo de aventuras – el reverso de Thelma y
Louise -, se ve obligado a mirarse en el espejo de su hijastro, a la vez que
éste, en un maravilloso proceso de concienciación (interpretado con miles de matices por Christian Checa), empieza a ver a lo que nunca
antes ha visto. Por cierto, el "desahucio" de su padrastro - perdón, padre - es un oportuno toque de atención para tantos hombres que nos seguimos creyendo que nuestro papel es justamente el de Rafa.
Penélope Cruz, pese a esos “morros” que, con Anna Freixas, me
pregunto por qué obsesionan tanto a las mujeres famosas o no, cumple con
solvencia ante un papel que nos vuelve a demostrar que lo suyo son las “heroínas
a la italiana”. La discusión con su marido la noche antes del desahucio es un
perfecto manual de cómo hoy el contrato sexual sigue estando presente en
tantísimos hogares. Sin embargo, para mí la historia más dura y emocionante es
la que protagoniza una inmensa Adelfa Calvo, que encarna de manera impecable la
soledad, el desvalimiento y la amargura de una mujer vieja. Otra de esas que no
han hecho otra cosa que, nada más y nada menos, sostener el mundo, y que se ve,
justamente por ese amor de madre que tan malas jugadas le ha jugado siempre a
las mujeres, prisionera de un círculo vicioso en el que empieza a dejar de
tener sentido para ella ni siquiera sobrevivir. Esa historia, con todo lo que
hay detrás de ella a través de los dos personajes ausentes de distinta manera,
el padre y el hijo, encierra muchas de las claves que deberían hacer que nos
preguntáramos por las que están en los márgenes. En esa “sociedad de las de
afuera” de la que hablaba Virginia Woolf. Solo por ellas, y por el retrato que
de ellas nos ofrece, merece la pena ver En
los márgenes, una de esas películas que justifican la capacidad del cine,
del arte, de la cultura, para remover el fango. Una de esas que, a través de las
miradas dolientes de tanto ser humano, nos están reclamando una mayor dosis de
compromiso social.
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