Hay algunas cosas que me gustan de la última película de Jaime Rosales y otras muchas que no. Supongo que, en general, lo que menos me gusta de Girasoles silvestres es que me da la impresión de que ha querido retratar unas realidades que solo conoce de oídas, y ni siquiera la presencia de Bárbara Díez en el guion ha conseguido rematar con éxito con la faena. Una historia que podría haber sido un retrato lúcido sobre las masculinidades del siglo XXI y, sobre todo, de cómo vivimos el divorcio entre esos hombres que las mujeres buscan y que todavía no existen, y esas mujeres que muchos hombres persiguen y que ya no existen. Sin embargo, esta especie de fábula moral contada en tres episodios, identificados con los tres hombres que pasan por la vida de la protagonista, no consigue inquietarnos, interpelarnos y. mucho menos emocionarnos, porque se nutre de una sucesión de clichés, de tensiones dramáticas cargadas de artificio y de, en general, una mirada de hombre que parece haber escuchado y leído poco a las mujeres. Tal y como por otra parte el propio Rosales ha demostrado en estas semanas con sus declaraciones a los medios (https://www.elmundo.es/cultura/cine/2022/10/14/63483806fc6c8350688b45a1.html ) De ahí que Girasoles silvestres, cuyo título no sé si tiene que ver, como me decía Marina Fuentes-Guerra, con las flores cuyos pétalos vamos arrancando el nombre del amor, o con ese giro de Julia hacia los hombres - el rey sol - de los que acaba siempre dependiendo, se queda a medias en su cuestionamiento de la masculinidad y pone todo el foco en una mujer que más que buscar emanciparse la vemos absolutamente entregada a la esencia de "ser para otros". La compañera, la amante, la madre, la enfermera. Un personaje femenino que además es llevado al extremo de eso que cualquier misógino calificaría de histerismo. Solo la interpretanción intensa, y a la vez fresca, de la siempre estupenda Anna Castillo, salva esta fábula de la caída por el precipicio. Cualquier plano en el que ella está, por más cuestionable que sea lo que nos está contando, se llena de luz. Pero es la luz de la actriz, no la del personaje que interpreta, que ha sido imaginado por sus creadores sin un atisbo de esperanza.
Los tres actores que interpretan a los tres "modelos" masculinos están muy ajustados en sus interpretaciones, aunque les toque lidiar en ocasiones con trazos muy gruesos. Esos son muy evidentes en el caso de Óscar, del que Oriol Plá hace una composición muy "a lo Robert de Niro", y que nos pone frente al espejo de todos los males que atesora la masculinidad patriarcal. Eso sí, rozando a veces lo caricaturesco y bien lejos de la profundidad y los matices que vimos por ejemplo hace años en el personaje que encarnó Luis Tosar en la imprescindible Te doy mis ojos de Iciar Bollaín. Los otros dos hombres, el que se resiste a crecer y a ser un buen padre, aunque parece haber hecho algún cursillo de "nueva masculinidad" - el Marcos que interpreta Quim Ávila - y el pacífico que anda desubicado y encorsetado - el Alex al que pone rostro Lluís Marqués - deambulan por la pantalla sin que tengamos claves suficientes para entender sus limitaciones, sus luchas o frustraciones. Tal vez porque uno de los principales errores de esta película sea presentar estos tres tipos de hombres como si fueran esquemas, producto de una clasificación en estanterías, y no haber caído en que lo más habitual en cualquiera de nosotros es que habite una mezcla de Oscar, Marcos y Álex. Con diferentes grados de machismo, de violencia, de discapacidad emocional, pero también con distintos niveles de búsqueda y de superación de esos mandatos de masculinidad que a nosotros también nos joden. Para ello, el director debería haber buscado más las aristas, de la misma manera que debería haber contextualizado mucho mejor la realidad social y económica de los personajes, algo que es esencial en la comprensión de la vulnerabilidad de Julia. Esta mirada, podríamos decir emancipadora, solo la atisbamos, de manera muy superficial, en el contrapunto de la hermana de Julia (Carolina Yuste) o incluso en ese hombre/abuelo (Manolo Solo) que nos podría haber dado otras claves de ternura y cuidados.
El final, que no voy a desvelar, me recuerda al happy end de una de esa películas alemanas que ponen en las sobremesas televisivas. Me cuesta creerme la felicidad que aparenta la fotografía. No puedo evitar encontrarme con un poso de tristeza en el mirada de Julia. En fin. Una excursión familiar, domingos al sol, el orden. Que todo cambie para que todo siga igual. Las flores, en la cabeza de ella, no como símbolo de diosa liberada sino como sujeción a las costumbres de sol.
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