La mayoría de los manuales de Derecho Constitucional que explican la transición española y cómo se gestó la Constitución de 1978 continúan insistiendo en una visión idílica, casi hagiográfica, de un momento histórico que, como no podía ser de otra manera, tuvo sus luces, muchas luces, pero también sus sombras. Pese a los años vividos, continuamos empeñados en dar continuidad a un relato que puede que sirviera para generaciones anteriores, y que incluso fuera estratégicamente recomendable, pero que hoy ha dejado de tener sentido para una ciudadanía que, agobiada ante el futuro, necesitaría tener, como mínimo, unas bases sólidas de memoria. Porque solo desde este equipaje, racional y emocional, es posible avanzar, construir sólidos edificios constitucionales, armar de posibilidades la siempre huidiza esperanza. Por ello sigo sin entender, o sí (que es lo peor), las reacciones airadas que suele plantear en nuestro país cualquier intento por parte de los poderes públicos de hacer un ejercicio de memoria democrática y de darles valor y dignidad, porque ya me temo que es imposible darles justicia, a quienes fueron víctimas de un terrible y alargado genocidio. El que activó el franquismo frente a cualquier tipo de disidencia. El que, en nombre del consenso, se “armarizó” en un pacto constitucional que no solo no juzgó los crímenes del régimen anterior, sino que se elevó en gran medida sobre la continuidad de muchos de quienes fueron parte o cómplices de las injusticias. Sin duda, uno de los capítulos más vergonzantes de nuestra historia reciente que, hoy por hoy, sigue escurriéndose por entre las notas a pie de página de un constitucionalismo que, como el emperador desnudo, no quiere darse cuenta de sus muchos agujeros negros.
Como ciudadano, y mucho más como constitucionalista, me duele
este vacío y este silencio, y por eso me emociono mucho más cuando constato
cómo en otros países, con sus inevitables imperfecciones, el camino recorrido
ha sido otro muy distinto. Por eso, porque no puedo evitar trasladar esas otras
salidas a lo que pudo ser y no fue en nuestro país, he visto con tanta entrega y
emoción la magnífica Argentina 1985. La película, que tiene el ritmo y
el vigor narrativo de los mejores dramas judiciales, nos cuenta la odisea del
fiscal Julio Strassera - un impecable, como siempre, Ricardo Darín –
y de su ayudante, Luis Moreno Ocampo -
el no menos ajustado Peter Lanzani – para en unos pocos meses conseguir todas
las pruebas y testimonios que podrían servir para desenmascarar, no solo ante el
tribunal correspondiente, sino ante la opinión pública mundial, todas las
barbaridades cometidas durante la dictadura militar. Sin renunciar a algunos
momentos de humor, que hacen más llevadero el tremendo drama que supura la
historia, ni tampoco a otros especialmente intensos, como lo son los
testimonios de algunas de las víctimas, la película de Santiago Mitre nos hace
partícipes no solo del juicio, que tiene todos los elementos propios de una
representación teatral, sino también del contexto del país, de las presiones y
de los silencios cómplices, así como incluso de las dudas de Julio, el “loco”,
el doctor que siempre confió en el Estado de Derecho. Un hombre que arrastra el
peso de no haber sido capaz de alzar la voz durante la dictadura. Un hombre entregado
a su vocación de hacer Justicia, muy a lo Atticus Finch, pero que no desea
verse convertido en un héroe. Y al que su familia, muy especialmente su mujer y
su hijo pequeño, le aportará el empuje necesario para ir a por todas. Pese a
que se sienta una especie de insecto muy pequeñito ante los galones de los acusados
y frente a un tribunal de hombres que administran la Justicia, y con ella en
gran medida la Verdad o, al menos, la verdad que acaba convertida en sentencia.
6 hombres 6, como debe ser en términos patriarcales.
Argentina 1985, que es imposible que no remueva las tripas del espectador,
tiene la gran virtud de ser pedagógica sin caer en el adoctrinamiento. Es de
esos documentos audiovisuales que deberíamos incorporar a nuestras clases de
Derecho Constitucional. Para darnos la oportunidad, y muy especialmente a las
jóvenes generaciones, de mirar nuestra historia reciente con los ojos de quien
se interroga en términos democráticos. Lo cual implica nunca dejarse llevar por
el olvido y hacer de la memoria un ingrediente esencial de la justicia. Lo
cual, como de alguna manera nos deja caer la extraordinaria película de Mitre,
es casi un débito no solo hacia quienes sufrieron la aniquilación de su dignidad
sino también hacia los ciudadanos y las ciudadanas que vendrán. Esos y esas que
como el hijo del fiscal merecen ser educados en la ética que implica asumir que
un Estado de Derecho es aquel que garantiza nuestras libertades gracias a las
leyes que nos damos. Y que, por tanto, cualquiera que se salte las reglas, por
más medallas que acumule en su pecho, debe asumir las consecuencias de sus actos.
Así de simple y así de complejo. En fin, la grandeza y la complejidad de eso que llamamos democracia.
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