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VÓRTEX. Sin piedad, la vejez.


En varios momentos estuve a punto de abandonarla, pero aguanté hasta el final. Me dolía, me hería, me apretaba las entrañas, lo que estaba viendo en la pantalla. Llegué al final de tristeza y vacío porque me interesaba todo lo que me estaba contando Gaspar Noé. Sin aditivos ni edulcorantes. Sin piedad. Como la vida misma. Su Vortex es una de esas películas que incomodan y que remueven. Incómoda, casi pornográfica por momentos por la crudeza con la que deja al aire sentimientos y emociones. Pero es uno de esos relatos que todos y todas tendríamos que ver. Porque nos habla de nosotros mismos. De lo que seremos. De este mundo en el que parece que vivimos de espaldas a la vejez y en el que los viejos y las viejas parecen ciudadanos y ciudadanas de segunda. Medicalizados, callados, domesticados. Unos en la hoguera terrible de la soledad, otros en la compañía perversa de los espacios en los que no han decidido vivir, la mayoría tratados como si fueran menores de edad a los que tratamos de manera paternalista. Confiando, eso sí, en que papá Estado venga a resolvernos la encrucijada que entre todos y todas hemos cocinado a fuego lento.

 

Los dos protagonistas de Vortex,  una pareja de viejos a los que vemos en esos momentos cruciales de deriva física y psicológica, y que el director nos va presentando sabiamente con la pantalla partida en dos, como si quisiera insistir en cómo hemos divido el mundo en dualismos que rezuman jerarquía e incompetencia, representan lo que seremos. Eso que no queremos ver, ni como individuos ni como sociedad. Ese espacio de las sociedades supuestamente avanzadas del siglo XXI en el que hemos dejado a muchos sujetos en los márgenes. Unas sociedades en las que cada vez seremos más viejos y viejas, alargadas nuestras vidas, pero también nuestras dolencias y dependencias. Un horizonte para el que no estamos siendo capaz de ser ingeniosos desde el punto de vista social y político, tal vez a la espera de que haya una auténtica revolución de quienes ya están empezando a salir a la calle para pelear por sus pensiones, por las condiciones de las residencias o por la insoportable brecha digital que no hace sino aislarlos todavía más.

 

Él y ella, el padre y la madre, no tienen nombre. No importa. Pueden ser ahora mismo nuestro padre y nuestra madre. Seremos nosotros en un futuro, si con suerte llegamos a esas edades. Ella sufre una enfermedad degenerativa que le hace perder el rumbo y la memoria. Los gestos, las miradas y todo el cuerpo de la enorme Françoise Lebrun nos explican, en silencio, todo su desvalimiento y su dolor. Él, interpretado con mesura por el cineasta italiano Darío Argento,  empeñado en continuar con la estela de genio que como buen varón alimentó durante años,  vive para la abstracción de las ideas y la literaria. Escribe sobre los sueños y el cine. Mantiene una relación con otra mujer más joven con la que suponemos que logra sentirse el macho de siempre. Admirado. Vive rodeado de libros y de papeles. Los que ella, su esposa, trata de quitar de en medio, de ordenar al menos. El también está enfermo, los dos toman pastillas, muchas pastillas. Ella, que fue doctora, se receta a sí misma. Como cualquiera de nosotros, parte de una sociedad drogada, dormida, silenciada. Los fármacos como sustitutos de tantas carencias que tienen que ver con lo social y lo emocional. La enfermedad de los viejos y de las viejas, pero también de cada vez más jóvenes.

 

Entre los dos, un hijo que no sabe cómo actuar, cómo resolver, cómo intermediar. El hijo que, a su vez, es prisionero de debilidades y fracasos. El hijo y el nieto que representan la vida posible pero que entre el abuelo y el abuela más parecen trastos que entorpecen que cuidadores. Ese hijo, me temo, también soy yo, y seguramente tú. Entre el miedo y el desconcierto. Sin herramientas. Entre el avestruz y el aprendiz de superhéroe.

 

La película de Gaspar Noé, cuyo título alude a ese vórtice que no es sino el flujo turbulento que implica el proceso de envejecer, rodada como si en vez de cámara se avanzara por los espacios agobiantes de la vivienda de los protagonistas con un afilado bisturí, acaba siendo casi una película de terror. Nos genera angustia y temblor. Nos alerta y nos inquieta. Y su final, el único esperable, casi que nos libera. Como si al fin hubiéramos sido capaces también nosotros, en cuanto espectadores, de liberarnos de tanto lastre. De tantos libros, por ejemplo, que invaden la casa de quienes fueron una pareja de exitosos profesionales, suponemos, de intelectuales con amplia visión del mundo, de quienes imagino que también un día se creyeron eternamente jóvenes. Cuando la única verdad, que Noé nos sirve sin anestesia, es justamente ese recorrido por las habitaciones vacías de un hogar donde un día habitó la vida. Esas habitaciones sin libros son las que en realidad nos hacen a todos iguales.

 

 

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