Aunque en los últimos años, afortunadamente, se han multiplicado las historias con personajes homosexuales en el cine y en la televisión, si bien es cierto que con un mayor protagonismo de los hombres, como no podía ser de otra manera en un orden que continúa siendo patriarcal y androcéntrico, todavía son más habituales las que ponen el foco en chicos jóvenes o, en el mejor de los casos, en tipos que están en la plenitud de sus vidas y carreras profesionales. Siguen faltando miradas en las que los hombres gais retratados no sean jóvenes, ni burgueses, ni poderosos económicamente, ni atractivos según el canon que manda la cultura pornificada que habitamos. Seguimos sin tener historias, salvo de manera muy excepcional, que nos cuenten cómo viven chicos gais pobres, o del entorno rural, o migrantes, o miembros de culturas o religiones intolerantes o de quienes viven en contextos sociales y políticos en los que la diversidad continúa siendo un crimen. De ahí que sea de agradecer una película como Supernova, que dista mucho de ser una obra redonda, nos plantee una historia de dos hombres que no solo están en una edad que ya no identificamos con la brillante de las redes sociales sino que también se enfrentan a un tema doloroso: el de la enfermedad terminal, el de la vulnerabilidad extrema del cuerpo al que no responde la mente, el de la muerte que debería ser siempre y en todo caso una muerte digna.
La historia de Tusker y Sam, que por otra parte podría haber sido sin apenas tocar nada la de una pareja heterosexual, nos enfrenta, sin estridencias, sin sentimentalismos, con una sobriedad que poco tiene que ver con ritmos y brillos del cine más comercial, a esos momentos para los que nadie está preparado, al final de la vida que se precipita por una enfermedad que va dejando en blanco la mente de quien se valió de ella para escribir historias, a la resolución obligada de una historia de amor de largo recorrido que tanto nos cuenta entender como un punto y aparte. Apoyada en las dos contenidas pero emocionantes interpretaciones de Colin Firth y Stanley Tucci, Supernova nos permite además mirarnos en el espejo de hombres que, al margen de nuestras opciones y deseos sexuales, hemos sido mal educados en la gestión de las emociones y en la asunción de nuestra fragilidad. De ahí la mala relación que en general tenemos con nuestros cuerpos y con la enfermedad. Es justamente esa mirada sobre cómo el estatus masculino se desmorona, no hay que olvidar que los dos protagonistas son dos creadores – uno escritor, el otro músico- que han gozado de éxito y reconocimiento público, la que más me interesa de una película que nos habla mucho de nosotros mismos. De esa masculinidad que tan mal se lleva con la gestión del dolor, con las lágrimas y con el reconocimiento de que sin los otros/las otras apenas somos insectos pequeñísimos a los que la vida puede en cualquier momento eliminar con un golpe de viento mal dado. Esa masculinidad que como la que representa Sam (Colin Firth), se esconde en el baño para que su pareja no lo vea llorar y que se siente desconcertado ante una situación para la que no tiene recetas.
Y el amor, ay, siempre el amor. El amor que en su versión no tóxica es, debería ser, eso que Sam vindica frente a un Tusker que reclama un final también como acto de amor y libertad. El amor como cuidado, como ternura que atiende, como abrazo en el que apoyar otro brazo y mano con la que construir a dos el presente. La reivindicación del cuidado como una ética revolucionaria. Como una alternativa transformadora del amor-posesión y de las pasiones que seguimos entendiendo desde una lógica dominante. El amor con su fecha de inicio y con su final. Como ese estallido con el que revientan las estrellas y se esparcen por el universo, infinitas, casi eternas. Mientras que nosotros, frágilmente humanos, las buscamos con telescopios que nos las revelan mágicas e inaccesibles. Y la música, siempre la música, o los versos, o en el peor de los casos, el puñetazo sobre la pared como sustitutos de las lágrimas que se fueron por el lavabo, sin más testigos que la vieja toalla que secó las piernas blancas y delgadas del amado. En fin, Tusker y Sam aprendiendo torpemente que amar es también dejar al otro irse, cuando el borde del precipicio bien puede ser un trampolín hacia la serenidad.
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