Cuando se plantea por qué es necesario que haya más mujeres creadoras, con visibilidad y reconocimiento de autoridad, no es solo por una cuestión de justicia numérica, que también, sino porque sin sus miradas seguiremos teniendo una fotografía parcial y sesgada de la realidad. La que durante siglos hemos monopolizado los varones desde el entendimiento de que solo nosotros representamos lo universal y que, por tanto, la Humanidad se define según nuestros intereses, deseos y necesidades. Que haya cada vez más mujeres construyendo relatos permite romper con esa injusticia epistemológica y, al mismo tiempo, se convierte en una oportunidad magnífica para que los hombres, tan ensimismados y descuidados, empecemos a mirar lo que miran los mujeres, parafraseando a la gran Siri Hustvedt, y de esa manera, ojalá, comencemos a desarrollar la empatía que nos sigue faltando cuando con muchas dificultades vemos a las mujeres como personas. De ahí la urgencia de que nosotros, tan acostumbrados a creernos los importantes, empecemos a escuchar a las mujeres, a ver sus películas, a hacer el esfuerzo de ponernos en su lugar. Es éste el primer paso para poder construir esa sociedad de equivalentes por las que lleva siglos luchando el feminismo.
Afortunadamente en los últimos años cada vez encontramos con
más frecuencia esos relatos hechos por las mujeres que ponen el foco en
realidades que hasta hace nada eran invisibles o secundarias. Una de esas
realidades ha sido la maternidad, concebida desde los parámetros patriarcales
del rol sumiso de las mujeres, de acuerdo con el paradigma de la Virgen María,
y desde el entendimiento de su papel central en la realización femenina y en la
concreción de un rol social que la cultura machista ha ido consolidando por los
siglos de los siglos. Solo recientemente encontramos narraciones que cuestionan
ese rol, que subrayan la carga física y emocional que supone la maternidad, que
revelan los problemas personales y sociales que acarrea, o que incluso inciden
en esa figura que el imaginario colectivo vendría a calificar despectiva y
críticamente como una mala madre. En este sentido, me resultó demoledora la
lectura de Madres arrepentidas de Oma Donath, como ha hecho que se me remuevan
los cimientos películas como la reciente Ama, de la debutante Júlia de
Paz Solvas.
La segunda temporada de la serie Vida perfecta, que ya
en su primera tanda de episodios se atrevió a poner la mirada, con su tono de
comedia que no esconde el drama, en situaciones entendidas como no relevantes
por los ojos masculinos, tiene, entre sus muchos méritos, de mostrarnos los
claroscuros de la maternidad. Y no solo la enorme carga social que las madres
siguen sufriendo, y que desembocan en un agrio y perverso sentimiento de culpa,
sino también en cómo tener un hijo puede suponer tal terremoto emocional que en
muchos casos desemboca en la situación crítica que vive el personaje de María.
Esta, interpretada por una Leticia Dolera cuyo rostro parece agrietado por la
depresión, grita su desesperación, su ignorancia y su falta de recursos. En
ella comprobamos cómo ser madre no es ese cuento de hadas que nos vende la
publicidad, ni tampoco ese estadio de felicidad al que ahora se apuntan cómplices
las “nuevas” masculinidades. Al contrario, la peripecia de María, empezando por
el proceso de rechazo y (re)descubrimiento de su cuerpo, y pasando por el mandato de no defraudar las expectativas
masculinas, nos enseña cómo el relato patriarcal, también en este caso, ha
deshumanizado a las mujeres. Y como hemos avalado, en torno a eses estatus de servidumbre,
un pacto social que ha prescindido de todo lo relativo al sostén de la vida.
Estos episodios de Vida perfecta consiguen ser incluso más brillantes que los primeros, porque sus creadores – la inteligencia de
Dolera y de su cómplice Manuel Burque es de esas que trenzan tapices con hilos
de muchos colores y texturas – han sabido contarnos, sin sentimentalismos ni
estridencias, las incógnitas, pesares y luchas cotidianas de muchas mujeres que,
con las edades de las protagonistas, sortean como pueden los precipicios que se
encuentran en un mundo que tal vez no sea como lo soñaron. A través de las tres
amigas, de nuevo interpretadas por la misma Dolera y por unas estupendas Cecilia
Freijeiro y Aixa Villagrán, recorremos muchos laberintos como el miedo al
compromiso, pero también el miedo a la soledad, los amores líquidos en esta sociedad
ídem, la importancia de la sororidad y de los vínculos afectivos elegidos, las familias
múltiples o, como también se planteaba en la primera temporada, la diversidad
como una realidad frente a la que seguimos instalados en la perversa
tolerancia. Junto a ellas, los hombres como seres en tránsito, en un rol mucho
más secundario que en la primeros episodios, en una especie de nota al pie de página
que confirma nuestra actual desorientación. Por más que en los personajes que
interpretan Enric Auquer, el propio Burque o Font García encontremos trazas del
hombre que deberíamos ser.
En una de las escenas más bellas, aunque también más discutibles
de la serie, que toma como referencia el ya clásico Mujeres que corren con
lobos de Clarissa Pinkola, María se atreve al salir al bosque y a
enfrentarse al lobo. Le da así la vuelta al cuento de Caperucita y otros tantos
cuentos que han tenido a las mujeres sujetas al miedo y la culpa. Ese lobo, al
que María se atreve a mirar a los ojos, es ella misma cincelada por otros, moldeada
por la ley del agrado y por los mandatos de género que la han tenido postrada.
En esos ojos claros del lobo feroz habitamos también nosotros, los
protagonistas del cuento. Y en los ojos claros de Mary reside la fuerza que
hace posible que mujeres como ella corran al fin autónomas. Aprendices, capitanas,
brisa sin aire, nada de nadie.
Publicado en THE HUFFINGTON POST, 26-11-2021:
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