Aunque irregular e imperfecta, Lucas es una de esas películas que merece verse porque retrata, con miles de aristas y recovecos, no solo lo que podríamos identificar como una masculinidad tóxica sino también, en general, los lastres que arrastramos unos hombres habituados a no gestionar bien nuestras emociones, fragilidades y precipicios. La historia del joven Lucas, del que solo sabemos al principio que ha perdido a su padre, que tiene una lesión en una pierna y que vive en condiciones de pobreza y vulnerabilidad, y de cómo se ve abocado - la libertad de elección no existe - a ser parte del juego de un depredador sexual, nos plantea las dos grandes cuestiones que como varones deberían ocuparnos y preocuparnos. Una va de la mano de la otra. Y las dos, más allá de que nacen e inciden en lo personal, tienen proyección en lo social, en lo colectivo. Es decir, estamos hablando de un problema político. La primera no es otra que la toxicidad de un mandato de masculinidad que nos lastra a nosotros mismos y que, por supuesto, genera tantas víctimas a nuestro alrededor. La segunda es nuestro entendimiento de la sexualidad, y con ella de lo que son para nosotros las mujeres, recordando la rotunda y solo aparentemente paradójica sentencia de Josep Vicent Marqués: el problema de los hombres heterosexuales es que no les gustan las mujeres como personas.
Lo mejor de la película de Alex Montoya son sin duda las interpretaciones del joven Jorge Motos, que encarna todas las dimensiones de desconcierto y vulnerabilidad de Lucas, y de un ajustado Jorge Cabrera que nos revela con total sinceridad los rasgos de un hombre al que le gustan las mismas chicas que a Lucas. Las eternas Lolitas, las nacidas para agradar, las miradas y deseadas, el dominio erotizado en los ojos turbios, aunque aparentemente tranquilos, de Álvaro. Como escenario, la sociedad pornificada que habitamos y nos habita, los espacios de explotación y de abusos que se abren con las redes sociales, las menores de edad como carne de cañón de los sujetos depredadores de siempre, ahora armados con otras pistolas. Y, no lo olvidemos, la desigualdad económica como telón de fondo de una sociedad en la que no dejan de vendernos la moto de la igualdad de oportunidades, de la maravillosa libertad y en la que quinceañeros como Lucas son presa fácil para los demonios. La violencia multiplicada en nuevas formas y habitualmente hecha carne en cuerpos de hombre. Como la que vemos en la pareja de la madre de Lucas - un personaje femenino que es una lástima que aparezca tan desdibujado y estereotipado - , un fiel reproductor del patriarca de toda la vida. Del que dicta el orden y lo restaura. A veces a puñetazos, con una pistola en el bolsillo, con la amenaza siempre de la violencia que parece salirle por los ojos. Todavía por aprender la lección de que nunca la violencia se cura con más violencia.
Quizás a algún espectador, y sobre todo a alguna espectadora, no le resulte fácil de entender el abrazo entre Lucas y Álvaro, la conexión podríamos decir emocional que se crea entre ellos, como si el primero encontrara en él no tanto al padre perdido sino el perdón, y el segundo hallara en el primero la empatía que no encontró nunca en su entorno. Ambos, sin embargo, son prisioneros de sí mismos y, en distinta medida y responsabilidad, de una virilidad que genera y siempre tanto dolor, desesperanza y víctimas. Al final, Lucas, que nos deja todo el rato con la amargura en la boca, tal vez pudiera leerse como una llamada de atención para que los tíos, en el fondo tan parecidos todos a Lucas y a Álvaro, nos liberemos del mandato que implica reconocernos como los dueños - de otros, de otras - y empecemos a reconciliarnos con el ser humano tan descuidado que tenemos dentro.
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