Nuestro Código Civil aún mantiene en varios artículos la mención a “la diligencia del buen padre de familia” como referencia de lo que se entiende como un buen comportamiento, como el paradigma del sujeto de derechos, como el prototipo, androcéntrico y patriarcal, de lo que durante siglos el Derecho entendió como representación de lo universal. El hombre proveedor, sustentador de la familia, representante del orden y la autoridad, nacido y socializado para el poder. Heredero de una larguísima dinastía de varones que no hemos atesorado otro mérito que ser continuadores de un pacto implícito que durante siglos nos ha otorgado dividendos. Sin otro mérito de entrada que haber nacido con la genitalidad a la que el sistema otorga un estatus privilegiado. El sistema sexo/género como determinante de lugar que mujeres y hombres ocupamos en lo público y en lo privado. La masculinidad como megaestructura que nos define y que atraviesa de manera transversal la política, la economía, la cultura y, por supuesto, la sexualidad. Este orden de cosas, que ha sido progresivamente erosionado gracias a la lucha y el tesón de las mujeres feministas, continúa reproduciéndose e incluso es convertido en la actualidad en una suerte de paraíso añorado por los hombres que se sienten agraviados ante su pérdida de poder. Unos hombres, que empeñan en posicionarse como víctimas, que bien podrían tener como líder al protagonista de la última película de Fernando León de Aranoa. Un líder que, más que interpretar, encarna un Javier Bardem que consigue el perverso efecto de que hasta nos resulte seductor un impresentable como es el machito al que da rostro.
El buen patrón, que me ha parecido la mejor película del director de Barrio,
y que enlaza con la acidez de su notable primera película Familia, es un
retrato muy cínico, y con frecuencia divertido, no solo de un modelo de empresario
sino también de masculinidad que me gustaría pensar que hoy es ya minoritaria.
Aunque al buen guion de Aranoa le falta una perspectiva de género, que hubiera
sido clave para que desde la comedia se introdujera una mirada más crítica
sobre las relaciones asimétricas que continúan existiendo entre hombres y
mujeres, la película nos puede servir para dejar al descubierto algunos rasgos
muy evidentes del hombre que no deberíamos ser, y de paso, del modelo
económico, productivo y laboral que deberíamos superar. Julio, el varón sin descendencia
para el que sus trabajadores son como una familia, el que como le subraya su
mujer no ha tenido más mérito que heredar la fábrica de su padre, el que está acostumbrado
a saberse administrador de la justicia (no en vano, él mismo llega a decir que
lleva una balanza dentro), es muy consciente, y así trata de aprovecharlo, de
que el mundo lo mueven las alianzas que no se ven, las redes de poder entre
varones. Esos que ahora, como mucho, desarrollan estrategias paternalistas, e
incluso amables, con las que difícilmente ocultan que en el fondo siguen actuando
como los de generaciones pasadas. La familia, la mafia, la masculinidad. Las
brechas de género y las de clase multiplicando, como todos sabemos, el número
de seres humanos que se quedan en las afueras. Por exigencias del guion. Eso sí, en la publicidad, la justicia sigue siendo
representada como una mujer a la que se le tapan los ojos. Como la fe. Ciegas.
Y a ser posibles, calladas. Lo femenino como representación de las virtudes que
acaban administrando los hombres. Todo un clásico.
Desde una perspectiva de género, esa que con tanta frecuencia
le falla al director de la bochornosa Princesas y de la muy machirula Los
lunes al sol, es imposible entender al buen patrón sin analizar cómo es su
relación con las mujeres y qué lugar ocupan éstas en su vida y en su escala de
valores. Tal vez la escena en que las becarias, todas jovencísimas y monísimas,
son pesadas en la báscula de ganado, sea la que mejor resume el concepto que
hombres como Julio tienen de la otra mitad. Esa en la que parecen andar de
puntillas, casi sin la consistencia de personajes, la esposa que tiene una boutique
y que es fiel cumplidora de la ley del
agrado, las secretarias de los alcaldes y de los jefes, las mujeres
prostituidas que siguen estando disponibles para satisfacer las necesidades
sexuales y emocionales de los machitos en crisis, o la joven que sabe usar su capital
erótico y que, como dice expresamente, ha visto mucho porno para saber bien qué
es lo que le gusta a un hombre de verdad. Incluso el personaje femenino en el
que parecen apuntarse maneras de autonomía y rebeldía, la mujer de Miralles, acaba siendo una especie de caricatura en la
que suma el tópico del hombre racializado, el otro, que es visto como un sujeto
seductor para ellas y como amenaza para ellos. Si ser hombre, como decía Josep
Vicent Marqués, es ser importante, en esta película es evidente que ellos son
los importantes. Por más que sean tipos miserables, desgraciados o serviles.
Nadan importan las mujeres del trabajador despedido, del vigilante poeta o del
hombre que incluso sacrifica a su hijo por lealtad al amo. El puto amo.
Pese a estas carencias, El
buen patrón, que por cierto tiene
una magnífica banda sonora compuesta por una mujer (Zeltia Montes), es una
comedia que, bajo su apariencia de pequeñez, nos coloca ante el espejo de
muchas de nuestras miserias. De las propias de un mundo hecho a imagen y
semejanza de los putos amos, o de quienes nos creímos serlo. Ahora ya solo
falta tener la otra parte no contada de la historia. Algo así como The good
wife en versión mediterránea. A ser posible narrada desde una mirada
feminista que impida que los machitos de siempre hasta nos resulten tiernos y
que nos subleve ante la opción de que a las mujeres no les quede más remedio
que sacarle partido a su estado de sumisión.
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