Aunque pueda parecer un tópico no por ello deja de ser menos cierto que una obra clásica es aquella que, desde el pasado, puede interpelarnos en el presente. Aquella que puede ser objeto de lecturas y relecturas que, sin modificar su esencia, permitan tirar de los múltiples hilos que encierra. La que bajo una aparente sencillez encierra toda la complejidad que supone poner al descubierto las pasiones y las miserias humanas. Antígona es, sin duda, una de esas obras que durante siglos nos lleva interrogando sobre la Justicia, las leyes, el poder o la desobediencia. Y todo ello, y no es casualidad, con el nombre, el rostro y el cuerpo de una mujer, una de esas subjetividades femeninas que en el teatro clásico se alzan poderosas y rebeldes frente a un mundo hecho a imagen y semejanza de los varones. Se han hecho tantas representaciones de la historia de esa mujer que se alza digna frente lo injusto de la ley, en una vindicación que acaba siendo la de una democracia que tenga en su corazón la dignidad de quienes ya no son súbditos sino ciudadanos, que pareciera imposible que un nuevo montaje le aportara un guiño de modernidad, una vuelta de tuerca, una puerta más abierta en la oscuridad del telón de fondo. Ante este desafío que podría haberse convertido en una trampa para caer en la exhibición hueca de lo de siempre, el joven autor y director mexicano David Gaitán ha salido más que airoso del envite y nos ofrece una Antígona que es, en su esqueleto de mujer que habla por sí misma, el campo de casi todas las batallas que nos sacuden en este siglo de marejadas y volcanes en erupción. Gaitán ha conseguido en su brutal y conmovedora versión superar los caminos trillados y dotar a sus personajes de una voz de una hoy, de unos cuerpos que encarnan la turbia contemporaneidad, haciendo del escenario un envolvente juego coreográfico de movimientos y llamas que hace que el espectador, también jurado popular, también ciudadano sorprendido, también domesticado adolescente, se sienta parte del duelo. Porque todo de lo que nos habla Antígona está en nosotros, en nuestros móviles, en nuestros perfiles de las redes sociales que alimentan narcisismos, en los parlamentos donde nuestros representantes juegan a ser mediocres Creontes, en las calles donde acaba ganando el partido nuestro estatus de consumidores felices, idiotamente felices. El orden feliz y la desigual armonía del Estado de Derecho. Puro teatro.
La intervención inicial del personaje que interpreta Clara Sanchís, esa actriz que siempre que sube a un escenario parece invitarnos a que la acompañemos al borde del precipicio, nos sitúa, como si fuera la Exposición de motivos de una ley, ante los dilemas que nos plantea esta Antígona del siglo XXI. No es, por cierto, casualidad, o al menos eso entiendo yo, que sea una mujer la que asuma un papel de conciencia viva, de aguijón inteligente, de bandera ética frente al imperio de las emociones y los egos. Sabiduría, humanidad, empatía. Una suerte de notaria y fiscal que parece alimentarse con el aliento de filósofas y activistas. Las virtudes siempre declinadas en femenino en un mundo donde el poder siempre ha sido y es masculino. En ese parlamento, cuyo texto bien podría servirnos para inaugurar un curso de Educación para la ciudadanía, las cartas se ponen sobre la mesa. Frente a la alucinación del melodrama, la razón. Mejor que las emociones que nos domestican y que parecen cotizar en una especie de bolsa manejada por los de siempre, el hilo subterráneo que une nuestras cabezas pensantes y nuestro pecho de seres que desean y bullen. En lugar de los monólogos de quien dicta sentencia, la conversación como artefacto revolucionario. Ante los bandos que nos obligan a posicionarnos, los grises que nos hacen pavos reales con una larguísima cola de interrogantes. Mientras que la simplicidad se nos vende como un truco de magia apto para supervivientes, la complejidad como reto y como realidad. Los sinuosos vericuetos de las democracias complejas, tan bien descritos por Daniel Innerarity en su último libro, y a los que esta Antígona se enfrenta con el grito rebelde de los jóvenes que sienten que en su garganta se atragantan las promesas.
Con unas interpretaciones muy orgánicas y coreografiadas como si estuviéramos ante un juego de espejos donde no quisiéramos vernos, y entre las que destaca ese absurdo y en ocasiones hasta tiernamente asqueroso Creonte interpretado con furia y sensibilidad por Fernando Cayo, la Antígona de David Gaitán va mucho más allá de su tradicional lectura en torno al Derecho y la Justicia. Por supuesto, que también en ella está la desobediencia como el supremo acto no ya de libertad sino de dignidad, pero sobre todo lo que en ella habita es un grito desesperado en este siglo de desigualdades crecientes, de democracias formales, de identidades que aniquilan a los individuos, de estructuras que continúan siendo el hábitat de depredadores. El rey desnudo que no se da cuenta de que incluso esa desnudez arrastra el terciopelo de su trono. La idiotez de un pueblo que acaba confundiendo reality con realidad.
Y la esperanza, sí, la esperanza, que diría María Zambrano. La de la humana conversación entre Antígona y el hombre que la vigila, interpretado por un Antonio Sansano que es, tras la máscara, el individuo vulnerable que ya solo puede vivir hacia el futuro que representan sus hijos. El padre, el frágil, el hombre sin estatus. Tan cobarde, tan pequeño, tan esclavo. “Qué bien que charlamos”. Las palabras, en fin, como un arma cargada de futuro. El pueblo que deja de ser coro y ocupa el escenario. La juventud siempre esplendorosa de la democracia por hacer.
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