Hoy, 24 de octubre, que se cumplen tres años ya del fallecimiento de CARMEN ALBORCH, traigo a este blog una parte del capítulo titulado PRIMAS Y MOSQUETERAS, que en el libro Al amparo del feminismo dedicamos a las mujeres amigas de la vida de Amparo Rubiales.
A mí me habría gustado haber tenido mucho más tiempo para poder profundizar en mi relación con Carmen Alborch. Nunca olvidaré el día que la conocí en Carmona, en uno de esos cursos que son como una especie de “ejercicios espirituales” feministas. Aunque ya la estaba sacudiendo la enfermedad, estaba bellísima, con esa fuerza que siempre tuvo en los ojos, en las manos, en su pelo rojo. Cenamos juntos y fue una gozada escucharla, mirarla, disfrutarla. Había en ella una energía especial, de esas que yo no sabría cómo calificar, que se transmitía a toda la mesa. Su risa era contagiosa, decía cosas muy profundas pero con una sencillez aplastante, tenía la capacidad admirable de sentenciar sobre asuntos delicados pero sin provocar tensiones. Nunca olvidaré cómo se hizo unos pendientes estupendos, que llevó al día siguiente al curso, con unas pajitas que le habían puesto en la bebida. A partir de aquel mes de julio, estuvimos en contacto y fui el hombre más feliz de este país cuando se ofreció a presentar mi Autorretrato en Valencia. Cuánto he lamentado no haber tenido más tiempo para coincidir con ella, para disfrutarla, para dejarme contagiar por su sonrisa y por los colores que siempre llevaba. Cuando recibí la noticia de su muerte, en una tarde de 24 de octubre, festivo en Córdoba por San Rafael, y en la que yo me disponía para ir al cine a ver la última de Glenn Close, pensé inmediatamente en tu dolor de “prima”.
<<La última de mis Cármenes muerta es la que durante más años y más profundamente ha sido mi amiga. Carmen Alborch para mí es otra cosa. La conocí poco antes de que fuera Ministra, pero la política y el feminismo nos unió para siempre. Carmen no era mi amiga, era mi “prima”. Supe el significado que ella le daba a esta palabra desde un día en el que, siendo las dos diputadas, coincidimos en un “relevante” acto de mujeres, organizado para a apoyar a una política, de cuyo nombre no quiero acordarme.. Aunque hoy sí lo diría, no lo hago, por respeto a la memoria de Carmen, que no sé si le gustaría que lo hiciera, ya que a ella no le gustaba hacer daño a nadie. A Carmen le gustaba todo el mundo, me decía, “soy muy facilona”, cosa que, por otra parte, no era cierta. Pues bien, en aquel acto se me acercó al oído y me dijo: “esta no es prima”. La miro sin entender que quería decir y me responde: “No me gusta. Y las mujeres que no me gustan, no son primas”. Desde aquel día, ya lejano, nosotras fuimos primas para siempre, bueno a mí me distinguía todavía más y me llamaba “superprima”.
Si de todas me cuesta trabajo escribir, hacerlo de ella, me parte el alma. Me limito a recordar lo que escribí para El País el 30 de octubre de 2018, el día antes de que hubiera cumplido 70 años. Lo titule “La alegría como resistencia” y decía:
El 31 de octubre, Carmen Alborch hubiera cumplido años; yo cumplí, dos más que ella, el 20 de este mes; lo íbamos a celebrar sus amigas juntas un día intermedio, entre el 20 y el 31, pero no pudo ser; "el intruso" no la perdonó y se nos murió unos días antes. Fuimos, huérfanas, a Valencia, a una incineración modélica, hecha en una gran intimidad, por deseo de su admirable familia, "que supone para mí", escribe en Solas, "un soporte esencial en mi vida". Mientras, el resto de la ciudadanía lloraba y expresaba, de diversas maneras, la admiración y el cariño que su persona y su vida han despertado.
Nos quedamos un día más en su ciudad, Valencia, sin la que a Carmen no se la entendería porque, aunque era muy cosmopolita y le gustaba cualquier lugar del mundo, preferentemente Italia, juntas hemos recorrido muchos países, su raíz valenciana formaba parte de ella de manera indiscutible. Con Cipriá Ciscar, su "descubridor" y amigo del alma, nos dedicamos a pasear por su ciudad y a comer una paella en un restaurante frente al mar, su mar, el Mediterráneo, como habíamos planeado tantas veces hacerlo con ella. El último whatsapp que tenemos suyo es del 21 de octubre, en respuesta a una foto con mis hij@s y niet@s soplando las velas de mi cumpleaños: "Soplo desde aquí. Seguro que ha sido estupendo, prima". A los tres días nos dejó, más rápidamente de lo que suponíamos; yo siempre creí que ella podría al "intruso", que es como denominaba al maldito cáncer que padecía.
Hemos estado con su maravillosa familia, con sus amigos y amigas más cercanos, mientras las redes y los mensajes nos acosaban, pero nos hemos dedicado a ella y a su recuerdo, tristes, pero muy contentas de formar parte de ese gran ejército de amigas y amigos, admiradores y admiradoras, de ese prodigio de mujer que fue nuestra Carmen: La alegría de vivir, como se llamará su último libro, en el que seguía trabajando siempre que podía.
Mucho, muchísimo, se ha escrito de ella en estos días, todo positivo, porque era carismática, alegre, sonriente, diferente, además de feminista y socialista hasta la médula. En su primer libro, al que ya he hecho referencia, Solas, un éxito editorial impresionante, publicado el último año del siglo pasado, ya define claramente su filosofía de vida; es un tratado de feminismo tan importante, me atrevo a decir hoy, como fue El segundo sexo, de Simone de Beauvoir, del que Carmen dice que, cuando lo leyó, "se abrió una nueva perspectiva en mi vida, pocas mujeres han influido a tantas mujeres de generaciones posteriores". Pues hoy, creo que con Carmen ha pasado lo mismo. Sé que son libros distintos, que las comparaciones son odiosas y todas esas cosas, pero también digo que Solas. Gozos y sombras de una manera de vivir, tampoco tiene desperdicio y que ha servido y sirve, mucho, para el feminismo y las feministas del siglo XXI, ese feminismo que ya es intergeneracional y al que tanto Carmen ha contribuido.
En el maravilloso discurso que pronunció el 23 de octubre de 2017 al recibir la Medalla de la Universidad de Valencia, cuya lectura recomiendo vivamente, dice: “También tengo que confesaros una feliz coincidencia, voy a cumplir setenta años y quizás sea el momento de plantearme la edad como aventura como nos propone Betty Friedan. En cualquier caso, siento que si hay algo que celebrar es la vida misma. Es un buen momento para rebobinar y mira hacia atrás. Estar en paz con el pasado, tener nuevas metas y proyectos, combinar la humildad y la sabiduría, procurar estar en forma para aprovechar lo más hermoso de esta época”.
“Gracias también a todas las personas que me han mostrado sus cariños y su apoyo, en momentos difíciles, momentos en los que me he sentido más vulnerable. Aprovecho esta ocasión para agradecer el cuidado, el buen trato. Me habéis ayudado a sonreír ante el dolor que es la forma de neutralizar su veneno. También aprendemos de quienes nos curan y de quienes nos acompañan. Aprender es uno de los más importantes estímulos vitales”.
“Me siento afortunada de pertenecer una generación que tuvo la oportunidad de trabajar con entusiasmo, con un fuerte sentido de lo público. Luchamos contra la dictadura, por la democracia, para cambiar la Universidad, cambiar el mundo”.
El profundo secreto de la alegría es la resistencia, y así lo practicó hasta su último suspiro. Prima, seguirás cumpliendo años con todas nosotras, tantas como te queremos, con el legado de tus libros, de tu feminismo, de tus conferencias, de tus rotundas opiniones, de tu persona esa, que, ciertamente, eres única e irrepetible, para las que hemos tenido la inmensa suerte de ser tus amigas, tantas amigas y “amigotas”. >>
Yo tuve la gran fortuna de ser citado por Carmen en ese maravilloso discurso al que aludes y que lo tengo guardado como si fuera un tesoro. Era de las grandes convencidas de que los hombres teníamos que implicarnos mucho más en la lucha por la igualdad y que tendríamos que empezar por revisar nuestra masculinidad patriarcal. Pero todo eso, como siempre hacía, lo planteaba sin acritud, sin estridencias, de manera tan seductora que yo creo que era imposible llevarle la contraria. Recuerdo que la tarde en que me enteré de su muerte, tras volver del cine, tuve la necesidad de ponerme delante del ordenador y escribir... Aquella noche ya de octubre, aunque era tarde, necesitaba darle forma a todo lo que estaba pensando y sintiendo, y que tal vez debería haberle dicho a Carmen cuando estaba viva. Y escribí esto:
Siempre que me preguntan sobre lo que el feminismo aporta a mi vida insisto en la alegría. La alegría de tener las ventanas siempre abiertas, la alegría de reconocer mi vulnerabilidad, la alegría de aprender sin descanso de tantas maestras, la alegría al fin de descubrir la importancia del orden amoroso de la vida. En el aprendizaje de esa actitud vital, que es también una forma de compromiso —ya saben, lo personal es político—, han sido y son esenciales las mujeres que he tenido la suerte de ir encontrando por el camino. Han sido ellas las que me han regalado una lima con la que ir poco a poco desgastando los barrotes de la jaula de mi virilidad. Como si fueran una especie de diosas de carne y hueso capaces de hacer que este descreído se deje interpelar por las luces del feminismo, como quien se agarra un tronco capaz de salvarle del naufragio. La lucha titánica de alguien que hace tiempo se olvidó de rezar.
Una de esas diosas, a la que yo siempre soñé como si fuera una actriz italiana que hubiera escapado de una de mis pantallas adolescentes, fue Carmen, la Alborch, la que bien mereció calificarse así, con el artículo y su apellido único, como las grandes divas de la ópera o de los escenarios. La catedrática que fue capaz de liberarse de las reglas de los mercados y aliarse con el fuego siempre en combustión del arte. La mujer que supo cómo nadie ejercer poder y ganarse autoridad, romper con los azules oscuros casi negros y convertir la política en un territorio de oportunidades. La que bien nos enseñó la urgente necesidad de usar otros métodos y palabras en lo público, la que no se amedrentó en los salones en las que ellas eran minoría, la que supo hacer del feminismo un arma no de guerra sino de conquistas pacíficas y democráticas.
Como si fuera un personaje que bien podría haber imaginado Virginia Woolf, una especie de Mrs. Dalloway en búsqueda de flores, o un Orlando travestido de arcoíris o, por qué no, la Vita arrolladora que tanto amó la autora de Las olas, Carmen se hizo presente en la vida pública con la fuerza que solo tienen las mujeres que han roto el espejo en el que, gracias a ellas, nosotros nos veíamos más grandes. La Alborch fue una de esas mujeres con poderío, liberadas al fin de sus eternos cautiverios que diría Marcela Lagarde, y que consiguió que la cultura, esa hermana pobre a la que los políticos suelen usar como escaparate, se convirtiera en una especie de terraza luminosa desde la que era posible imaginar las utopías. No las que parecen condenadas a paralizarnos, sino las que, como si fueran un virus dulce, nos contagian de energía transformadora y nos hacen cómplices de enredaderas que abrazan. Ese es justamente el principio esperanza que, a lo Bloch, uno era capaz de adivinar en la sonrisa siempre glotona de la valenciana.
Esa señora que yo tanto había soñado entre mis fotogramas saltó un día de la pantalla e hizo posible que mi vida, fragmentos de mi vida, ya casi al final de sus días, estuvieran llenos de esos destellos que ella dejaba a su paso, como el hada que en vez de varita mágica hace bailar ideas y emociones en cada uno de sus suspiros. Anoté en mis cuadernos de aprendiz toda la sabiduría que tuve tiempo de ir atesorando cuando la escuchaba siempre optimista, radicalmente feminista, entusiasta hasta en medio de las tormentas. Nunca fui tan feliz como cuando dejé que ella, tan amante de las historias, se apropiara de la mía y presentara en su Valencia mi Autorretrato de un macho disidente. Aquella tarde fría de hace tan solo unos meses, Carmen, la Alborch, volvió a enseñarme que incluso desde el dolor es posible brindar por la vida. Nunca olvidaré cómo su pelo rojo, su abrigo rojo, su alma roja y violeta hicieron que yo me sintiera el hombre más feliz del mundo, tan felizmente pequeño ante una señora tan grande. Gracias a ella entendí que esa es la tarea que justo ahora nos corresponde a los hombres: mirarnos en mujeres poderosas para reducir el tamaño excesivo que el patriarcado nos regaló nada más nacer.
La tarde de octubre que noté un hueco profundo dentro de mí, y que vi cómo se rasgaban varias hojas de mi cuaderno, yo la pasé en el cine, viendo a una de esas mujeres a la que sin duda Carmen Alborch admiraba. La honda y sabia mirada de Glenn Close hizo que durante dos horas no pudiera olvidarme de la clásica y moderna que tuve la suerte de abrazar. La que siempre, incluso cuando ya el aliento parecía no llegar a sus pendientes de colores, me enseñó la alegría de vivir. Esa a la que hoy, pese a tanta tristeza, me agarro sabiendo que nos queda una larga tarea hasta conseguir que el feminismo sea declarado patrimonio inmaterial de la humanidad. Hoy más que nunca sé que debemos hacerlo por ella y por todas las mujeres que parecían habitar en sus grandes bolsillos de estrella.
Pese a esos huecos que vas sintiendo, los que irremediablemente nos va marcando el paso del tiempo, ambos compartimos la alegría, que diría la Alborch, de estar siempre abriendo puertas y dejándonos contagiar por nuevos aires. Supongo que también el feminismo tiene mucho que ver con eso. De ahí que me temo que este capítulo ha de quedarse necesariamente abierto, porque podríamos seguir sumando nombres que estoy seguro van a seguir alimentando tus días. Estoy seguro, además, de que alguna amiga se ha quedado en el tintero y hasta el último momento de nuestra conversación se te ocurrirán mujeres que contarme.
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