Tal vez no he sido tan consciente del paso del tiempo, en el sentido más agónico del atérmino, como cuando hace unas semanas recibí una atenta carta de la Consejería de Salud de mi Comunidad autónoma en la que, al constarles que ya había llegado a los 50, sería conveniente que me hiciera un análisis para descartar el cáncer de colon. Una carta en la que, como si fuera un niño pequeño, me daban todo tipo de instrucciones y facilidades para que, obediente, pasara por el control médico. Algo que a mí siempre, como hombre que sigue aferrado a su masculinidad omnipotente, me ha supuesto un ejercicio incómodo de superación. Yo también soy de esos hombres, y me consta que somos muchos, miedosos ante la enfermedad, cobardes ante las agujas y, lo que es peor, en batalla continua frente a la necesidad de autocuidado que siempre hemos entendido como una especie de menoscabo de nuestra virilidad. Sin embargo, cuando pasas la barrera de los 50, múltiples señales, incluida la publicidad en la que antes no te fijabas, te dan una bofetada de realidad y te alertan de la fragilidad que no queremos ver. Fue entonces también cuando yo, de nuevo un niño estricto cumplidor de las reglas, empecé a hacerme cada año un análisis para vigilar que mi próstata, ese reducto finalmente perverso de nuestra masculinidad venida a menos, no mostraba ningún indicio de deterioro alarmante.
Todas estas lucecitas rojas que empiezan a encenderse cuando tú creías que ahora, justo ahora, la juventud podría ser un eterno tesoro retransmitido por las redes, te indican que empiezas otra etapa que, inevitablemente, y ojalá más tarde que pronto, te llevará al declive. Es como si empezaras a notar que la columna que siempre te elevó por encima del resto empieza a agrietarse, que el púlpito ya no te sostiene como antaño y que el héroe que creíste ser a duras penas remonta el vuelo. Y eso que nosotros, a diferencia de las mujeres, siempre hemos tenido como ventaja la madurez. Los años siempre nos hicieron atractivos, sabios y más poderosos. Como la cultura machista nos enseña, lo que a nosotros nos suma a ellas les resta.
A pesar de que los avances médicos, al menos en los que vivimos en la parte privilegiada del planeta, nos permiten vivir más años, y que hoy los 50 casi se perciben como si fueran una suerte de segunda juventud, también es cierto que nuestro cuerpo no deja de ser una herramienta frágil. Que en ningún caso, pese a nuestra socialización heroica, es algo parecido a una máquina, de la que podemos obtener día tras día el máximo rendimiento. Se impone pues una buena dosis de sensatez para que nos demos cuenta al fin, aunque sea obligados por la presión del Estado que actúa como un padre con nosotros, de que tenemos que empezar a reconciliarnos con nuestras debilidades, a percibir nuestro cuerpo como un instrumento que nos permite ser y sentir, estar y relacionarnos, y que para tan benditas funciones requiere ser tratado con mimo. Con la delicadeza con la que acariciamos las hojas de ese libro que nos gustaría nos sobreviviera.
Cumplir los 50, incluidas las tensiones que en un hipocondríaco como yo generan los laboratorios y los análisis, puede ser pues una magnífica oportunidad para despojarnos de muchas tonterías, para situar nuestro ego narcisista en un lugar que no moleste mucho y para, a través del ejercicio que supone reconocer nuestra vulnerabilidad, ser también más conscientes de la de los otros. Reconciliados con el niño curioso y aprendiz que lo tenía todo por hacer y liberados progresivamente del fardo de masculinas potencias que son como células cancerígenas que nos van carcomiendo por dentro. Ese sería el mejor “negativo” que nos pondrían dar en el informe médico que traduce en términos imposibles las interioridades de nuestras partes bajas. En las que durante siglos hicimos residir el centro del mundo.
* Artículo publicado en el número de Octubre de 2021 de la Revista GQ.
Comentarios
Publicar un comentario