Aunque las
comparaciones con la inolvidable Brokeback
Mountain son inevitables, Tierra de
Dios es un relato más descarnado, más pegado a la tierra, no solo sobre la pasión
entre dos hombres sino sobre cómo la masculinidad puede ser una jaula. La
primera película de Francis Lee nos sitúa en un entorno rural y, sobre todo,
hace que sea parte del relato la interacción entre los humanos protagonistas de
la historia y los animales de la granja en la que viven y trabajan. La
fotografía, el color, el ritmo con el que está rodada la historia, responden
sin duda al objetivo de ubicarnos como seres también deseantes y amantes en la
Tierra, en un entorno donde lo habitual ha sido que veamos historias de
proveedores y aventureros, en un espacio donde el tiempo parece avanzar a otra
velocidad y donde, milagrosamente, no existe ni el ruido ni la deshumanización
de lo urbano.
La historia
de amor entre Johnny, el joven granjero de Yorkshire que trata de escapar de su
soledad y de su propia cárcel a través del alcohol, y el chico rumano
(interpretado por un seductor y profundo Alec Secareanu) que llega para
ayudarle en los trabajos de la granja, no es solo, que también, el relato de
cómo dos hombres viven el deseo y después el amor. Tierra de Dios es sobre todo la historia de un hombre, ese joven de
pocas palabras que no es consciente de que es prisionero de sí mismo, que va
descubriendo poco a poco la grandeza de su propia vulnerabilidad, la
posibilidad de establecer puentes con otro, el vértigo pero también la alegría
que supone decir “nosotros”. A lo largo de la película asistimos a su
evolución, desde que casi al principio lo vemos teniendo sexo fugaz y a
escondidas con otro chico, con el que rechaza de manera radical, entablar
cualquier tipo de relación (frente al “nosotros” al que interpela el joven,
Johnny responde brutalmente con un no), hasta que acaba quitándose la máscara y
escuchándose a sí mismo. A su piel, a sus debilidades, a sus instintos. Y de
esa manera, también, comienza a escuchar a los demás. Cuando hasta entonces
pareciera que sus más fértiles vías de comunicación eran con los animales a los
que cuidaba.

Y es justo
ese “nosotros” el que permite que Johnny vaya superando sus discapacidades. Porque
más allá de la cárcel que podría suponer su deseo sexual, él es un hombre
negado para las emociones y para la palabra, incapaz de establecer relaciones
empáticas y que con frecuencia recurre a la ira como vía de dar salida a sus
frustraciones. Un hombre que, como tantos
hombres, ahoga en alcohol sus silencios
y sus miedos. Es esa barrera justamente la que consigue romper la
historia con George, porque es este amor el que acaba convirtiéndolo en un
hombre tierno. Ese hombre que de manera dulce y comprensiva cuida del padre
enfermo, al que acaricia con delicadeza
y con el que incluso, al fin, consigue hablar de sus sueños. En este
sentido, la conversación final con el padre sería justamente el reverso de la
que también en una película reciente, Call
me by your name, mantiene el joven protagonista con su padre.
Tierra de Dios es, pues, una hermosísima historia no
solo sobre los vínculos de los humanos con la naturaleza, no solo sobre la pasión
entre dos hombres que llegan a sentirse los dos últimos seres en la Tierra,
sino también sobre lo liberador que es para nosotros asumir nuestra fragilidad
y, por tanto, nuestras dependencias. O, lo que es lo mismo, descubrir y superar
eso que Almudena Hernando denominó tan acertadamente “la fantasía de la
individualidad”. Porque solo así la
tierra de Dios puede convertirse en el único cielo que podemos habitar en vida.
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