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EL HOMBRE DESNUDO

To my sister...

Un hombre desnudo en el centro del escenario. Un ser desvalido frente a la Naturaleza, la maldad humana y el poder. Un hombre al que poco a poco van vistiendo. Como si se tratara de una ceremonia, o una liturgia, o en fin, una representación. El cuerpo desnudo se transforma en un rey, o en un actor que hace de rey. Puro teatro. La monarquía como farsa, el poder como representación, la masculinidad como una máscara. El valor del silencio y, sobre todo, el de las palabras. 

En ese inicio contundente, y sobrecogedoramente bello – o sea, inteligente - , está resumido a la perfección todo el sentido que Magüi Mira ha querido darle a El discurso del rey. Sin apenas más recursos que un efectivo juego de luces que va dotando de vida a un escenario austero, un ingenioso juego coreográfico de actores y actrices, y unas interpretaciones ajustadas y en algún caso brillantes,  la representación consigue el efecto buscado. Es decir, que el espectador se sienta interpelado, que se ría y se emocione, que se vea transportado a otro país y a otro momento histórico, pero, sobre todo, que se mire en un espejo que le devuelve sus propias miserias.

Siendo como es Magüi Mira una reconocida feminista de hondas convicciones republicanas, a nadie podría extrañar que esos colores de la paleta estén muy presentes en el diseño que ha hecho de una historia que en el cine, aún reconociendo sus indudables valores, había quedado reducida a una simplemente correcta mirada más propia de un telefilm de sobremesa que de una enjundiosa obra cinematográfica. Mira, a partir de la estupenda versión en español de Emilio Hernández, ha transformado El discurso del rey en una obra mucho más profunda, más radicalmente política, demoledora con las partes de la historia que merecen serlo pero, al mismo tiempo, profundamente comprensiva con unos personajes que aún siendo reales tal vez no fueron más que actrices y actores de una orquestada representación.

Mientras que en la película los personajes femeninos apenas eran una mera comparsa, aquí los vemos convertidos en sujetos activos, en detonantes de deseos y de estrategias, en el sostén de unos hombres que, de distinta manera, sufren eso que tan acertadamente Mabel Burin denominó las “patologías de la omnipotencia”. De ahí que Wallis Simpson irrumpa como mujer tremendamente contemporánea y, sobre todo, Isabel,  la que acabaría siendo reina  (una estupenda Ana Villa) se nos dibuje como la que siempre sostuvo a Bertie. La que bien por tanto podría servirnos como genial ejemplo de cómo la individualidad de los hombres, como ha explicado Almudena Hernando, es siempre una “individualidad dependiente”, en cuanto que ellos necesitan de ellas para mantener los vínculos emocionales y de cuidado sin los que sería imposible su reinado en lo público. En este sentido, el discurso dirigido por ella a las mujeres británicas se convierte en todo un alegato que grita por la igualdad dignidad de ellas, es decir, por su consideración como sujetos autónomos. Incluso en la guerra, esa herramienta capitaneada por hombres tan brutalmente educados para ejercer la violencia y resolver con ella los conflictos que no saben manejar desde la empatía.

De las múltiples lecturas que es posible extraer de este Discurso del Rey – el sinsentido democrático de la Monarquía, la necesidad que ésa tiene de crear permanentemente mecanismos de legitimación al carecer de la democrática renovada en las urnas, la creatividad inmensa de las relaciones humanas cuando se abandona la jerarquía y se construyen entre iguales, la “representación” que en todo caso supone el ejercicio del poder, - , me quedo sin embargo con la que tiene que ver con el retrato de unas masculinidades que son prisioneras en una jaula creada por un orden que durante siglos se ha basado en la superioridad de nosotros sobre ellas. Es la jaula en la que se encuentran, aunque de distinta manera, los dos hermanos, Bertie y David. Cada uno, de forma distinta, nos demuestran que no soportan el peso de la máscara. Y que incluso David, que parece liberado de ciertas ataduras, acaba siendo también esclavo de sus propias debilidades.

El tartamudeo de Bertie – quién tiene el control de la palabra tiene el poder – no es más que la metáfora de una virilidad angustiosa, castradora y discapacitada. La que acaba siendo nada sin la mujer que le da aliento, es decir, la criada y educada para complacer y ser útil al varón. La experta en todo el potencial  de la ternura y la “bruja” que domina a la perfección el arte de gestionar pacíficamente los laberintos que inicialmente parecen no tener salida. La que no tartamudea cuando le dejan tener voz pública aunque las Constituciones le negaran los iguales derechos.

Bertie consigue salir, al menos parcialmente, de la jaula, con la ayuda de otro hombre. Lionel vendría a ser la “hombría democrática”, con la que es posible superar los estrechos márgenes de las tradicionales fratrías de varones y que se hace fuerte asumiendo el valor de la fragilidad. El choque inicial con ella es lo que le hace a Bertie romper los primeros barrotes. Aunque, no lo olvidemos, por sangre sea un hombre condenado a ocupar el trono. No en vano el patriarcado, en sentido político, tal y como la explicó Aristóteles, no es sino una monarquía en la que ellas son las súbditas.

Todos estos matices serían imposibles en un escenario sin el soporte esencial de dos actores capaces de llegar a los extremos sin caer en el ridículo. Es lo que hacen Roberto Álvarez y sobre todo un Adrián Lastra que, casi con unos recursos muy parecidos a los que ya le vi en la película Primos, construye un rey, un actor, un hombre al fin, que se desmorona y al que la herencia obliga a cumplir determinadas expectativas. El hombre desnudo que acaba colocándose una máscara para no defraudar ni a los demás ni a sí mismo. Aunque en el fondo sea un desgraciado y se vea obligado a representar toda la vida un papel en el que no cree. El hombre que intenta ser dueño de las palabras pero que tal vez solo consiga ser una marioneta que lee correctamente las que otros escriben para él. 

La historia escribió un final en el que Bertie, ya convertido en Jorge VI, hizo un discurso impecable. El que se esperaba de un rey, el que se esperaba de un hombre. A mí me habría gustado escribir un final completamente distinto. Habría convertido en happy end el inicio brutal de la obra. Y habría hecho que Jorge VI se despojara de su disfraz, quedara desnudo y saliera huyendo del escenario. Dejando a todas y a todos sentados en las sillas y sin ánimo de volver a bailar. Imaginándome que él, un hombre nuevo, bailaría como nunca, sin cansancio, eternamente, fuera del teatro.

El discurso del Rey,
Gran Teatro de Córdoba, 28-4-2016



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