
Room, así, sin artículo, es una película compleja, inquietante, desasosegante incluso. Son muchas las cuestiones que nos plantea esta historia de una mujer encerrada durante siete años en una habitación, y sobre todo cómo crece y se desarrolla como ser humano el hijo que nace y crece en ese cautiverio. Una especie de "buen salvaje" que, sin embargo, mira la televisión como realidad imaginada, lee "Alicia en el país de las maravillas" y aprende de su madre las tensiones que implica el mundo de los adultos. Además de una terrible metáfora de lo que desde el feminismo se ha denominado "contrato sexual", mediante el cual los hombres se apropian del amor y de los trabajos de reproducción y de cuidado de las mujeres, el cual ha servido durante siglos y sirve todavía hoy para expulsar a las mujeres del espacio público, la película de Lenny Abrahansom nos interroga sobre la lucha entre naturaleza y cultura, entre lo que tenemos como seres "naturales" y lo que adquirimos mediante la socialización. La segunda parte de esta inquietante obra nos muestra, por ejemplo, cómo los vínculos de sangre no son los que realmente determinan el amor paterno, pues éste se construye más sobre la suma de cuidados y dependencias. Y como la familia es finalmente una construcción que ha de realizarse, para ser auténtica, sobre el día a día de los afectos que generan confianza y empatía.

La prodigiosa interpretación de Brie Larson, que espero que reciba el Oscar esta noche aunque eso suponga arrebatárselo a la gran Cate Blanchett, consigue transmitirnos la enorme fuerza constructora que supone el amor materno, el empoderamiento que late en la rebeldía y, finalmente, la vulnerabilidad que se arrastra desde la sumisión. Esa mujer encerrada podrían ser a la vez tantas mujeres que viven encerradas en habitaciones con apenas un tragaluz. Y de las que solo un macho tiene la clave que abre la puerta. A su lado, Jacob Tremblay se convierte en el gran protagonista, con una interpretación llena de matices, de miradas que interpelan, de silencios y gestos que conmueven. Su Jack, al que conocemos creciendo en la realidad construida del mundo que cabe en una habitación, nos enseña cómo finalmente somos lo que la cultura, pero también las emociones, hacen que seamos. Para Jack el mundo sin puertas, el de los árboles y el del cielo abierto, es el imaginado. Y el que le muestra la televisión uno paralelo que no sabemos bien si es real, repetición del real o alternativo. El suyo, el que durante cinco años da sentido a su existencia, se reduce a pocos metros cuadrados. La gran duda es si en ese espacio también vive el ansia de romper el tragaluz y salir afuera. La madre, que sí que ha vivido en el mundo de los árboles, acaba queriendo escapar. Lo que no nos queda claro es por qué durante tantos años permaneció en la habitación, sin capacidad de resistencia. Quizás porque la sumisión provoca parálisis y el amor/posesión justifica cualquier negación de la libertad propia.

Puede que todos seamos como Jack. Como ese niño de pelo largo que durante un tiempo no sabe bien quién es ni a qué mundo pertenece. Quizás la vida, crecer, no sea otra cosa que ir huyendo de esa habitación de la que conocemos hasta cada mota de polvo y llegar a un espacio mucho más amplio, en el que viven más miedos, más monstruos, pero también más posibilidades de amar y ser amado. La habitación, tal vez, no es sino la metáfora de cómo para crecer hemos de dejar atrás todo tipo de cadenas y abrazar la peligrosa, y gozosa, libertad. Un camino que no podremos recorrer con éxito sin renunciamos a las emociones que nos dan altura ética.
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