Algún alma caritativa debería haberle regalado a Albert Rivera un ejemplar del último libro de Ana de Miguel, Neoliberalismo sexual , para que se lo hubiese leído antes de la campaña electoral y así le hubiese servido de brújula en cuestiones en las que necesita más de una lección. Sus reiteradas declaraciones y propuestas en contra de las ciudadanas han servido para desvelar la verdadera posición ideológica de un partido que difícilmente esconde ya su marca neoliberal. Basta con pasar su programa electoral y la actuación de sus líderes por la prueba del algodón que implica el género para detectar como el partido de Rivera se alinea en esas posiciones que mantienen que, lograda la igualdad formal, las mujeres son libres incluso para actuar contra sí mismas. De ahí su oposición a las acciones positivas o sus reciente amenaza de reforma de las disposiciones penales previstas por el legislador para castigar la violencia de género. De esta manera, y afortunadamente, la campaña electoral, si para algo está sirviendo, es para quitar algunas máscaras y para revelar, una vez más, que el centro no es más que un señuelo electoral, y que el eje decisivo para distinguir unas opciones políticas de otras pasa por cómo se resuelve la tensión existente entre libertad e igualdad.
El yerno ideal que representa Rivera, alabado por una Isabel Preysler que tal vez haya descubierto en él más de un rasgo político semejante a los que atesora el hombre que ahora le permite seguir ocupando portadas, a duras penas esconde ya el sujeto neoliberal que considera que el género es una ideología, que la igualdad formal es más que suficiente a estas alturas de la historia y que cualquier actuación pública dirigida a remover obstáculos que impiden la igualdad sustancial es una medida paternalista y que reduce a las mujeres a una minoría de edad permanente. Lo cual demuestra su ignorancia en cuestiones de género y no digamos en teoría feminista.
En un momento electoral tan abierto como el presente, y en el que a tantos nos está costando decidir a quién otorgaremos nuestro voto, deberían servirnos de parámetro esencial no solo la importancia que los programas electorales conceden a la igualdad de género, sino también los gestos, las maneras y los discursos con que nos deleitan los candidatos. Es fácil detectar en ellos si realmente pretenden mantener el orden patriarcal del que se benefician o si, por el contrario, están convencidos de que es necesaria una transformación radical. Una tarea ciertamente ardua si la contemplamos desde el contexto de unas fuerzas políticas, las viejas y las nuevas, que parecen coincidir, con distintos grados, en no tomarse la igualdad de género en serio. Un objetivo especialmente urgente en un momento en el que el capitalismo y el patriarcado se alían con energías renovadas, y en el que el neomachismo cobra fuerza como discurso político e incluso científico. De ahí que por tanto no debería sorprendernos que señoras como Carmen Posadas y Marta Robles se lamenten de que el feminismo haya acabado con los piropos. Ese eterno femenino que es esencial, como bien nos ha enseñado Celia Amorós, para mantener la dominación masculina.
En una sociedad que continúa prorrogando liderazgos masculinos, que sigue devaluando a las mujeres capaces y reduciéndolas a la altura de "meninas" y que es incapaz de convertir en asunto de Estado la lucha contra los crímenes machistas, la revolución política solo puede venir de la mano de quienes entiendan que el feminismo es la herramienta esencial para lograr una Humanidad en la que desaparezcan las diferenciaciones jerárquicas entre nosotros y ellas. Algo que los chicos, y supongo que también las chicas, de Ciudadanos, parecen tener muy lejos de su proyecto "ilusionante". Por mucho que nos vendan la sonrisa luminosa de un líder que tanto le gusta a la pareja de Vargas Llosa y para el que la ciudadanía parece solo conjugarse en masculino.
Las fronteras indecisas, Diario Córdoba
14 de diciembre de 2015
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