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MENOS DIOSES, MÁS CIVISMO

Las fronteras indecisas
Diario Córdoba, 2-3-2015


En un Estado social y democrático de Derecho la educación no es solo un derecho social sino que también tiene un marcado carácter político. Es decir, el papel de la educación en una democracia no es solo la transmisión de saberes y conocimientos sino también, y fundamentalmente, la forja de la ciudadanía. La escuela debería ser pues el espacio donde aprender y aprehender los valores éticos que compartimos, la lógica de los derechos humanos como presupuesto y límite de nuestras libertades y, en fin, las reglas mínimas que hacen posible la convivencia pacífica y el reconocimiento de las diferencias. Esta concepción tan militante de la enseñanza es sin duda una de las grandes cuestiones pendientes de nuestro sistema constitucional. Durante más de 30 años hemos sido incapaces de articular un sistema educativo que permita nutrir a una ciudadanía madura, reflexiva y comprometida con la defensa de lo público. A ello han contribuido dos factores esenciales. De una parte, el hecho de que nuestros representantes hayan convertido esta materia en una de sus armas arrojadizas, de manera que ha resultado imposible fijar las bases de un modelo estable y verdaderamente ajustado a los objetivos que marca el artículo 27.2 de la Constitución. De otra, la prolongación de un modelo de relación con la Iglesia Católica amparado en una confesionalidad, encubierta unas veces, explícita otras, en clara contradicción con los mandatos constitucionales y, por lo tanto, evidente prórroga de unos tiempos en los que la moral católica era la que definía e impregnaba las normas sociales y políticas de nuestro país.
La supervivencia de unos acuerdos con la Santa Sede, aquejados de una evidente inconstitucionalidad que ninguna mayoría gobernante, tampoco la socialista cuando pudo hacerlo, se ha atrevido a denunciar, continúa otorgando legitimidad a determinadas opciones legislativas que deberían provocar que cualquier demócrata pusiera el grito en el cielo. No entiendo que haya otra manera de reaccionar ante la última recuperación de la confesionalidad en el BOE a través de los contenidos que definen el currículo de la Religión en la enseñanza obligatoria. De nuevo hemos vuelto a incorporar la catequesis en un lugar que no le corresponde y hemos dejado que ante los dogmas claudiquen los esquemas siempre controvertidos y disidentes de la razón. Todo ello además estableciendo una peligrosísima distinción entre los valores sociales, que se supone solo estudiará y asumirá una parte del alumnado, y los propios de un "club privado" que incluso, con frecuencia, son incompatibles con los dictados de libertad, igualdad y pluralismo propios de una democracia.
De nuevo, por lo tanto, los poderes públicos no solo desconocen el mandato constitucional de aconfesionalidad, sino que vuelven a prescindir del horizonte de convertir la educación en herramienta para "el pleno desarrollo de la personalidad humana en el respeto de los principios democráticos de convivencia y a los derechos y libertades fundamentales". Estos deberían ser los presupuestos éticos que impregnaran el sistema educativo y que prepararan a nuestros hijos y a nuestras hijas para la difícil tarea de la convivencia democrática. Una convivencia en la que los dioses, siempre tan patriarcales y jerárquicos, deberían habitar en las correspondientes iglesias y no en los espacios públicos compartidos por todos y por todas. Lo cual debería pasar por desterrar de la escuela la enseñanza catequética de las religiones y por incorporar al currículo las aportaciones plurales de las mismas en cuanto factores culturales. Todo ello al tiempo que de una vez por todas asumimos en serio el reto de trasmitir, racional y emocionalmente, los valores cívicos sin los que una democracia está herida de muerte. De momento, sin embargo, seguimos pecando de ser tan fundamentalistas como esos otros contextos de los que frecuentemente censuramos su confusión entre la moral privada y la ética pública. Porque seguimos evaluando los pecados y devaluando los derechos y obligaciones que nos transforman de súbditos en ciudadanos.

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