O de como el caparazón se convierte en un ojo enorme
“La vida es un río que la artista captura y
congela en la única eternidad posible, la del arte. Pero ni siquiera el arte
aprehende de una ver por todas, porque la realidad no está hecha solo de
granito, sino también de arco iris…” Ese arco iris, al que se refiere Laura
Freixas en el prólogo de Paseos por
Londres, me guía en una primera
mañana del año en la que he decidido, una vez más, volver a tomar la mano de
Virginia y dejarme llevar por ella en un viaje que no por imaginario habrá de
ser menos gratificante. Quiero descubrir, como ella anotara en su diario, que
Londres “es una joya entre las joyas”, y dejarme arrastrar por su vitalidad,
por su radiante y en ocasiones ruidosa vitalidad. Por los movimientos de sus gentes
y los quehaceres de sus calles. Fluyendo, siempre fluyendo. Como un río en el
que evitaré las piedras en los bolsillos.
Emprendo este viaje a través del
libro más hermoso que cayó en mis manos en el pasado año. Paseos por Londres, editado con mimo y belleza por “La línea del
horizonte”, recoge seis artículos que la Woolf escribió para una revista
femenina en 1931, más tres relatos y un texto titulado Street Haunting que responde a un género inglés llamado essay y en el que se mezclan relato,
reportaje y biografía. A través de unas páginas primorosas, en cuanto a color y
textura, que nos recuerdan que el libro impreso nunca morirá, es fácil
adentrarse no solo por los vericuetos de la ciudad del primer tercio del siglo
XX sino también en los del propio alma de la escritora. Granito y arco iris,
habitación y plazas, mirada inquieta, siempre inquieta. Variedad y libertad.
“Nada es una sola cosa”. El mayor tesoro y también a veces, como bien sabía
Virginia, la fuente de mayores angustias para los seres que nunca dejan de
asombrarse ante la vida. Esa que se ruge en Londres, “una ciudad inmersa en la
marea y vorágine de la vida humana”.
Iniciar una “ruta callejera” con la Woolf,
aunque solo sea con el pretexto de comprar un lápiz, nos lleva a “liberarnos
del yo que conocen nuestros amigos y pasamos a formar parte de ese inmenso
ejército republicano de vagabundos anónimos, cuya compañía resulta de lo más
agradable luego de la soledad de la propia habitación”. Caminamos como si fuéramos discípulos de
Whitman, poéticamente democráticos, a la espera de que “el ejército durmiente”
despierte y avive en nosotros “un millar de violines y trompetas a modo de
respuesta”. Y siempre los ojos a la búsqueda de la belleza, la vista que “al
igual que la mariposa, busca el color y se regodea en la calidez”.
Pasear por una ciudad como Londres, como leer
a Virginia, nos ayuda a reconocer la multiplicidad que habita en nosotros,
fruto de la naturaleza, la cual, “dejó que al interior de cada uno de nosotros
se deslizaran instintos y deseos que están totalmente en desacuerdo con la
esencia del ser humano. Por eso tenemos muchos matices y tonos, tenemos una
verdadera mezcla; los colores han desteñido”.
Una vez más la gran pregunta que la autora no dejó de hacerse hasta el
final y cuya respuesta certera tal vez no logró asumir del todo: “¿O tal vez el auténtico yo no es esto ni
aquello, no está ni aquí ni allá, sino que es algo tan variado y errante que
únicamente cuando cedemos a sus deseos y permitimos que avance sin obstáculos
somos en realidad nosotros mismos?”.
Un ser errante y complejo en lucha con el
orden, sometido a las reglas, libertad versus seguridad: “El buen ciudadano, al
abrir las puertas de su casa por la tarde, debe ser banquero, jugador de golf,
marido, padre, no un nómada que vaga por el destierro, un místico que contempla
el cielo, una persona disoluta de los barrios bajos de San Francisco, un
soldado que acaudilla una revolución, un paria que da alaridos con escepticismo
y soledad. Cuando abre la puerta de su
casa, debe pasarse la mano por el pelo y dejar el paraguas en su sitio como el
resto”. La felicidad de los idiotas.
Como era previsible, el paseo con Virginia no
evita las librerías, al contrario, las hace parte de su recorrido, como germen
a su vez de otros muchos paseos. Librerías de viejo en las que “encontramos un
anclaje en estas corrientes frustrantes del ser”, donde “mantenemos el
equilibrio entre las maravillas y las miserias de las calles”. Los libros como
promesas de viajes y como eslabón que nos regala “amistades inesperadas y
caprichosas de esta suerte con los desconocidos y los desaparecidos”. Olas sin fin, Grecia, China, India. “El
número de libros que existe en el mundo es infinito y uno se ve obligado a
vislumbrar, a asentir con la cabeza y a retomar la marcha tras un instante de
conversación, un fugaz momento de comprensión cuando, fuera en la calle, uno
caza una palabra al pasar y a partir de una frase casual se inventa una vida
entera”. Las polillas en torno a la luz de la escritura.
Los paseos por una ciudad suponen además el
reconocimiento de los otros. Es decir, el reconocimiento de que nuestra
autonomía es siempre relacional, que somos en función de los demás, que son
ellos y ellas los que acaban redefiniendo nuestra dignidad. “Y qué mayor
deleite y maravilla puede haber que
abandonar las líneas rectas de la personalidad y perderse en esos senderos que
llevan, bajo zarzas y gruesos troncos de árbol, hacia el corazón del bosque
donde residen esas bestias salvajes, nuestro prójimo?.
El caos democrático de la calle que
abandonamos cuando llegamos con Virginia a Westminster Abbey, donde parece
residir “una asamblea brillante, una selecta sociedad de hombres y mujeres de
la más alta distinción”. Reyes y reinas, poetas, parecen allí condenados a
seguir representando su papel, sin que puedan al fin convertirse en polvo,
“sufriendo una espléndida crucifixión”. Porque al final parece que triunfó la
democracia, imperfecta siempre, pero legitimadora de un orden que la escritora
contempla como una roca: “Aunque nuestra historia puede ser imprecisa, tenemos
una cierta sensación de que nosotros, el común de la gente, conquistamos este
derecho hace ya siglos y lo hemos conservado desde entonces; de que la maza es
nuestra maza y el speaker es nuestro speaker, y de que no necesitamos ni
trompetas, ni dorados, ni rojos que acompañen a nuestro representante a la
Cámara de los Comunes”.
La mirada lúcida, y tremendamente política,
de Virginia pone el dedo en la llaga que un siglo después continúa más abierta
si cabe. “Ahora no hay ni un solo ser humano que sea capaz de soportar la
presión de los asuntos que le incumben. Estos lo avasallan; lo dejan sin rasgos
propios, lo relegan al anonimato y a ser un simple instrumento. La gestión de
los asuntos ha pasado de manos de los individuos a manos de comisiones. Incluso
las comisiones no pueden hacer más que guiarlos, acelerarlos y traspasarlos a
otras comisiones. Las complejidades y elegancias de la personalidad son una
parafernalia que se inmiscuye en los asuntos. Por encima de todo, hay que se
ser expeditivos”. El diagnóstico es
terrible y contemporáneo: “El tiempo de la individualidad y del poder personal
ha terminado. El ingenio, la inventiva, la pasión ya no son necesarios”. Y el
reto, empezando 2015, continúa siendo el mismo: “Pero si los días de la estatutaria individual han terminado, ¿por qué
no empieza la era de las grandes obras arquitectónicas?(…) Reconstruyamos el
mundo, pues, como si fuera un salón espléndido; dejemos de crear estatuas y de
esculpir en ellas virtudes imposibles”. El sueño de Virginia un siglo después
atraviesa hoy una de sus más complejas tesituras. Aún estamos esperando que
llegue, de verdad, la democracia. “Confiemos
en que llegue la democracia, pero dentro de un siglo, cuando ya estemos ya bajo
la hierba; o confiemos en que, por alguna formidable genialidad, se combinen
ambas cosas, el salón inmenso y el ser humano en tanto que individuo, concreto
y pequeño”.
Visitamos con la autora de Una habitación propia las “Casas de
grandes hombres”, en las que también vivieron mujeres que no fueron
consideradas tan grandes, casas que con frecuencia son más que viviendas
“campos de batalla, el escenario de trabajos, de esfuerzos y de una eterna
lucha”. Casas en las que vivieron enamorados ellas y ellos en dolorosa resistencia frente al frío: “¿qué pueden el genio y el amor contra
la carcoma, las bañeras de hojalata y las bombas manuales de la planta baja?”.
Visitamos también el bullicio de Oxford Street, la marea, “un hervidero de
sensaciones”, “interminable haz de imágenes, sonidos y movimientos cambiantes”.
La ciudad, el individuo. Y comprobamos como todo está hecho para caducar: “No
construimos para nuestros descendientes, que quizá vivan en las nubes o bajo
tierra, sino para nosotros mismos y nuestras propias necesidades. Derribamos y
reconstruimos, del mismo modo que esperamos que nos derriben y nos
reconstruyan. Se trata de un impulso que contribuye a la creación y la
fertilidad. Se incita al descubrimiento, y se pone la inventiva la alerta”.
Recorremos los muelles y comprobamos como
“somos nosotros, con nuestros gustos, modas, necesidades, los que hacemos que
las grúas desciendan y se balanceen, los que llamamos a los buques que navegan
en el mar. Nuestro cuerpo es el amo de todos ellos. Exigimos zapatos, pieles,
bolsos, estufas, aceite, pudin de arroz con leche, velas y ellos nos lo traen.
El comercio nos observa con ansia para saber qué nuevos deseos comienzan a
despertarse dentro de nosotros, qué nuevas aversiones”. Deseos, mercado, capital.
“En los muelles reina el sentido práctico”. Ser y tener.
Tomamos
el té con la señora Crowe y nos ponemos al día de los cotilleos de la ciudad.
“El encanto de Londres radicaba en que siempre ofrecía algo nuevo que mirar y
comentar”. Para hacernos una idea
completa es necesario conversar en el salón de la señora Crowe y así descubrir
que Londres es también “un lugar en el
que la gente se da cita, habla, ríe, se casa, muere, escribe y actúa, gobierna
y legisla”. Una refinada ceremonia del té que podría ser la traducción, pasada
por Bloomsbury, de las meriendas de Sálvame.
En los
“Jardines Kew Gardens” le seguimos el rastro a un caracol y a las
conversaciones de hombres y mujeres que proyectan sus deseos en las flores y en
los insectos. Mariposas que danzan y sombrillas abiertas al sol. Los cuerpos en
el suelo, desplomados por el calor, y las voces escapando de ellos. La
naturaleza en la ciudad, los sentimientos en la hierba, los pájaros y la luz.
La niña Virginia recogiendo flores en un cesto. Mujeres que cortan y compran
flores. Como la señora Dalloway, a la que le encanta pasear por Londres, “¡es
mucho mejor que pasear por el campo!”. Las horas. La mujer que sueña con la que
no pudo ser: “Clarissa habría dado lo que fuera por ser así, la señora de Clarefield,
que hablaba de política, como un hombre”. Unos guantes blancos. Por encima del
codo. Fiesta.
Hoy es día de fiesta. Año nuevo en todas las
ciudades del mundo. Mi casa es hoy Londres. Yo también necesito un lápiz para
seguir subrayando. “La envoltura en forma de caparazón” que mi alma ha
excretado para alojarse se convierte en “un ojo enorme”. Todo fluye, todo
cambia. Las horas, solo Dios sabe por qué las amamos tanto. El pasado en una
libélula. Y el arco iris que empieza. Paseando.
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