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LA PROHIBICIÓN DEL VELO INTEGRAL, UNA CUESTIÓN DE GÉNERO

El pasado 1 de julio  la Gran Cámara del Tribunal Europeo de Derechos Humanos estimó que la Ley francesa que prohíbe llevar la cara tapada en espacios públicos no vulnera ni el derecho la vida privada (artÍculo 8 del Convenio Europeo de Derechos Humanos) ni el derecho a la libertad de conciencia y religiosa (artículo 9 del mismo Convenio). Entiende el Tribunal que la limitación impuesta por el legislador francés es proporcional en cuanto que satisface el objetivo de mantener las condiciones mínimas de convivencia e interacción social. De esta manera se resolvía el recurso interpuesto por una ciudadana francesa de origen paquistaní, musulmana, que había sentido violada su libertad religiosa al no poder llevar el burka y el niqab en público, dos prendas que usa como expresión de sus convicciones personales y religiosas. La sentencia, sin embargo, es mucho más tímida en cuanto a la efectividad del principio de igualdad de género como límite a las expresiones culturales o religiosas, e incluso afirma que difícilmente un Estado puede invocarla en orden a prohibir una práctica que es defendida por las mujeres en el contexto del ejercicio de sus derechos y libertades.
aprobada en octubre de 2010 y 

La decisión del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, mucho más ajustada a los principios democráticos que la muy cuestionable sentencia de nuestro Tribunal Supremo que en 2013 anuló la Ordenanza del Ayuntamiento de Lérida que preveía una limitación similar a la francesa, nos ofrece argumentos jurídicos desde los que afrontar un debate que en los últimos años se ha planteado en diversos países europeos. Un debate en el que, con frecuencia, se olvida que estamos ante una cuestión de género, en la medida en que las afectadas son mujeres y sobre todo en cuanto que la discusión que se plantea tiene que ver con unas prendas cuya significación va más allá de lo religioso. Es decir, la clave del debate debería situarse en como el velo integral expresa, como bien lo explica Wassyla Tamzali, “el proyecto de un mundo en el que los hombres y las mujeres estarían separados" y, en definitiva, "una relación entre los sexos basada y  legitimada por la servidumbre a la potestad masculina”.
Efectivamente, y como muy bien razonó en su día el Consejo de Estado francés, la diversidad cultural y religiosa debe estar limitada por lo que dicho órgano denominó “orden público inmaterial”, es decir, “la base mínima de exigencias recíprocas y de garantías esenciales de la vida en sociedad”. Ahora bien, y dando un paso hacia adelante, en el conjunto de dichas exigencias habría que situar el respeto y garantía de los derechos humanos de los mujeres o, lo que es lo mismo, de su autonomía. Desde este punto de vista, el uso del velo integral representa un grave atentado contra ese espacio de dignidad en la medida en que es expresión de la violencia estructural y simbólica que continúan sufriendo muchas mujeres. Unas mujeres que son “heterodesignadas”, es decir, definidas personal y socialmente no por ellas mismas, sino por lo que los hombres, que son los que desde el poder interpretan las culturas y religiones, establecen para ellas.
Estamos, por lo tanto, y aunque el Tribunal Europa de Derechos Humanos no se atreva a entrar en esta perspectiva, ante una cuestión de género porque tiene que ver con las relaciones de poder que se establecen entre hombres y mujeres. Unas relaciones que, muy especialmente en el contexto de determinadas culturas, siguen marcadas por el control del varón sobre la mujer y por el papel de ésta como “guardiana de las tradiciones”. Todo ello en un contexto de subordinación que encuentra amparo habitualmente en unas normas de Derecho Privado que mantienen a las mujeres en situación de minoría de edad. Por lo tanto, no deberíamos tener ninguna duda de que los derechos humanos de las mujeres, entendidos como las capacidades que le permiten ser autónomas e incluso rebelarse contra su cultura de origen, deberían actuar como límite indiscutible de la libertad religiosa y de las identidades culturales. Algo que por otra parte deja muy claro el artículo 5 del CEDAW (Convenio de 1979 sobre la eliminación de todas las formas de discriminación contra la mujer), un tratado internacional que por cierto ni la Corte europea ni nuestro Tribunal Supremo se dignan a citar en sus sentencias.
En todo caso, la sentencia de Estrasburgo supone un dique de contención frente  a un cierto multiculturalismo “acrítico” que en los últimos años, y de manera un tanto paradójica, se ha instalado incluso en determinados sectores progresistas.  Los cuales olvidan con frecuencia que uno de los pilares de cualquier democracia debería ser que todos y todas, hombres y mujeres, podamos actuar como pares tanto en lo público como en lo privado. Algo que difícilmente es posible si velamos el rostro y si nos encerramos en una cárcel que nos niega visibilidad y presencia social. Porque claro, el problema no es tanto que si se prohíbe el velo integral condenemos a ciertas mujeres al ostracismo sino  que con él difícilmente ellas pueden participar e interactuar social y políticamente. Y si no, prueben todos y todas los que parecen tan felices con el respeto de la diversidad cultural, incluidos los magistrados del Supremo, a desenvolverse durante 24 horas bajo un burka. Tal vez sea la experiencia definitiva que nos permita constatar de una vez por todas que es imposible ejercer plenamente la ciudadanía siendo esclavos de una identidad. 
Publicado en BLOG MUJERES de EL PAÍS:
http://blogs.elpais.com/mujeres/2014/07/la-prohibici%C3%B3n-del-velo-integral-una-cuesti%C3%B3n-de-g%C3%A9nero.html#more

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