Game Change, Jay Roche, 2012
Siempre he admirado la capacidad que tienen los norteamericanos para reflexionar sobre sí mismos, incluso sobre sus propios fracasos. Me parece un síntoma de madurez democrática que sean capaces, por ejemplo, de diseccionar en novelas o en la pantalla acontecimientos o personajes políticos controvertidos. Y me maravilla, por supuesto, que además, y muy especialmente en el caso del cine, sean capaz de hacerlo con una brillantez formal y con un sentido del espectáculo incontestables. Algo que, por supuesto, nosotros no alcanzamos ni de lejos. Y me refiero no sólo a la contundencia de las imágenes sino también, y muy especialmente, a esa capacidad para poner el foco sobre nuestro propio presente con mirada crítica, mordaz incluso. Creo que, en este sentido, nos falta mucho por aprender en cuanto a esa capacidad de revisión que implica un sistema democrático, en cuanto a esa necesidad de mirarnos todos, como colectivo, como sujeto político, en el espejo. Seguimos estando, lamentablemente, en un estadio pre-adolescente, casi de niños mal criados, sin que todavía el lenguaje moral que, con todas sus consecuencias, implica la democracia, haya calado suficientemente en nuestra sociedad. Algo que basta observar lo que pasa a nuestro alrededor para constatarlo. Aquí a lo máximo que llegamos es a una serie edulcorada y perversa como Cuéntame o a algún que otro telefilm más paródico que cinematográficamente potente. Quizás porque nos da miedo enfrentarnos a nuestras propias miserias, salvo si lo hacemos a través de la sátira, normalmente de mal gusto, que parece ofrecernos una cierta distancia.
Pensaba en todo esto al terminar anoche de ver la película hecha para televisión GAME CHANGE. En ella se nos cuenta el ascenso fulminante, y la caída aún más trepidante, de Sarah Palin en las presidenciales de 2008. La película nos ofrece, además de un magnífico retrato de una mujer que se ve abocada a un proceso en el que sufre el dilema de seguir siendo ella misma o ajustarse a lo que las expectativas de éxito electoral demandan a la candidatura, una perfecta panorámica sobre la construcción del liderazgo en EEUU. No sólo comprobamos como funciona la maquinaria de un proceso electoral, y que supone la más depurada manifestación de una democracia representativa que se mueve en parámetros muy distintos a la nuestra, sino que también asistimos a los movimientos internos de un partido cuya máxima aspiración es alcanzar el poder. Todo ello, además, con una perspectiva de género que, aunque no es el eje ni de la película ni del personaje, se plantea en algunos momentos. Sobre todo en aquél en que Sarah Palin desafía a Hillary Clinton en su reto de romper el techo de cristal que impide a las mujeres alcanzar las mismas cuotas de poder que los hombres. En este caso, el personaje de la gobernadora de Alaska nos demuestra que el verdadero reto del feminismo en la política no debería ser simplemente situar a mujeres en primera línea. Por más que, como en el caso que relata la película, el liderazgo pueda ser construido y reconstruido. La clave, y esa era la gran diferencia entre Hillary y Sarah, está en el mérito y la capacidad. Aunque, no lo olvidemos, como bien dice Amelia Valcárel, las mujeres tienen el mismo derecho que los hombres a ser malas y a cometer sus mismos vicios y pecados. En este sentido, no creo que la Palin fuera peor que otros muchos hombres con poder. Quizás su mayor defecto fuera, y de paso el mayor error que cometieron los conservadores, no asumir que su potencial político tenía limitaciones y que sus claves ideológicas y morales corrían el riesgo de radicalizar un discurso, lo cual, como bien se demostró, acabó por beneficiar al imparable Obama.
Como es habitual en este tipo de producciones, el reparto funciona a la perfección. Ahí están dos grandes como Ed Harris y Woody Harrelson comiéndose literalmente la pantalla, como todo un conjunto de secundarios y secundarias que hacen que la ficción resulte tan creíble. Pero, obviamente, la dueña de la función es la enorme Julianne Moore. Una de esas actrices cuyo magnetismo y verdad sobrepasa la pantalla. Después de enamorarme de ella en tres películas - Las horas, Lejos del cielo, Un hombre soltero - , la sigo con devoción y entregada ceguera. En esta tv-movie consigue algo que muy pocos actores y pocas actrices logran con éxito. Me refiero a hacer auténtico un personaje que hemos visto tanto en los medios, del que tenemos tantas claves y que estaba tan marcado por una ética y una estética. La Moore no sólo lo hace creíble sino que de manera inmediata conseguimos ver en ella todas las contradicciones y dilemas que arrastraba consigo Sarah Palin. Sólo por disfrutar de esta magnífica interpretación merece la pena ver esta película, además de, por supuesto, por todo lo que supone de buena lección sobre el funcionamiento de la política en un país que, con todos sus defectos y sombras, admiramos los que pensamos que la democracia es el menos malo de los sistemas políticos creados por el hombre.
Hola, Octavio, buenas tardes; Julianne Moore, ciertamente, palabras mayores, verla encarnar a la escopetera mayor al norte del Río Grande debe ser una auténtica gozada. También coincido contigo en esa admiración por la inmensa capacidad de autocrítica de los estadounidenses hacia sus personajes e instituciones, pero, eos si, tampoco deja de sorprenderme que tales ejercicios no suelan generar cambio práctico alguno. ¿Meros juegos de artificio, pues? No sé, me queda esa duda.
ResponderEliminarUn fuerte abrazo y buen agosto.
Buena pregunta Manuel... Pero yo creo que la salud que demuestra la democracia americana después de tres siglos, con todos sus defectos y virtudes, es entre otras cosas consecuencia de esa capacidad de reinventarse y rehacerse... Deberíamos aprender.
ResponderEliminarOtro abrazo y buen, cinéfilo, agosto