Como cada año el final de noviembre nos llama la atención sobre las mujeres que continúan siendo víctimas de la violencia masculina. Volvemos a las manifestaciones, a las campañas, a los gestos y a los discursos. Se multiplican los foros donde se analizan las causas y en los que se dedican horas y horas a tratar de descubrir los remedios a una lacra que sigue cuestionando la calidad de nuestras democracias. Se reiteran los lamentos ante el relativo fracaso de los muchos instrumentos legales que en los últimos años se han aplicado y ante las políticas comprometidas que, para colmo de males, en estos tiempos de crisis corren el riesgo de devaluarse o incluso desaparecer.
Sin embargo me llama poderosamente la atención que, salvo en contadas excepciones, el acento no se ponga en la necesidad de someter a crítica y revisión un modelo de masculinidad en la que reside la clave de la desigualdad y, por tanto, de la violencia. Es evidente que en nuestros 30 años de democracia, y muy especialmente en la última década, se ha hecho un esfuerzo envidiable por cambiar las estructuras jurídicas y sociales que durante el franquismo habían prorrogado y reforzado el patriarcado. Este largo proceso ha dado lugar a una transformación progresiva del "lenguaje moral" de nuestro Derecho si bien no creo que haya dado lugar a la radical que necesita nuestro orden cultural. Es decir, por más que tengamos leyes avanzadas en materia de igualdad y de que en muchos aspectos nuestra sociedad haya asumido que el sexo no debe ser motivo de discriminación, continuamos prisioneros de las fauces del patriarca, el cual, como no podía ser menos, ha refinado sus estrategias de dominio y, además, tiende a reforzar su musculatura ante los progresivos avances de los mujeres. Asistimos de esta manera a un "neomachismo" que encuentra además en la crisis económica un aliado perfecto para retomar los discursos que algunos creíamos superados.
Urge por lo tanto poner el foco en la deconstrucción de un modelo hegemónico de varón que todavía hoy sigue vinculado al ejercicio del poder, al éxito público, a la competitividad, a la agresividad y, en fin, a la demostración heroica ante sí y ante lo demás de su virilidad. Unas características que no por casualidad son las que también presiden un modelo económico basado en la ley del más fuerte y en la servidumbre de los más débiles. Es necesario darle la vuelta a un orden cultural y simbólico que continúa empeñado en mantener una serie de binarios - masculino/femenino, público/privado, razón/emoción, heterosexualidad/homosexualidad - que sirven de base para mantener los privilegios del varón patriarcal. Un varón que está sometido al imperativo categórico de demostrar su hombría, incluso por la fuerza. Que debe ser siempre el sujeto y el salvador. El superhéroe que conquista y el constructor del orden. El dueño del poder y los saberes. El que nunca se rinde y el amante verdugo. El que protagoniza Crepúsculo o Tengo ganas de ti y el que vemos en los catálogos de juguetes en unos contextos muy diferenciados de una niñas que siguen siendo el sexo que debe agradar, las cuidadoras y las que parecen estar condenadas a que llegue el Mario Casas de turno para convertirlas en pretty woman.
Difícilmente acabaremos con la violencia si no acabamos con la desigualdad. Y eso objetivo pasa necesariamente no solo porque nosotros nos impliquemos activamente en la lucha feminista sino también porque seamos capaces entre todos y todas de revisar los patrones socializadores que continúan estableciendo diferenciaciones jerárquicas y avalando la masculinidad patriarcal. Una labor en la que deberían comprometerse todas las instancias socializadoras pero que muy especialmente deberíamos asumir en las familias. Por parte de los que fuimos educados en la "pedagogía del privilegio" y de las que, en muchas ocasiones, son cómplices de la continuidad de un machismo que alimentan desde la cuna.
Maestro, maravillosas palabras y acertadas reflexiones.
ResponderEliminarQuienes en ocasiones nos enfrentamos a la cara más dura de la violencia en los tribunales, tenemos una privilegiada posición para apreciar esas estructuras desiguales a las que aludes y que han calado tanto, además, en las mujeres que sienten una infundada culpa por, si quiera, cuestionar esos mismos esquemas ancestrales de dominio masculimo.
La violencia -ya sea de género, escolar, política, financiera...-, como bien deduces tiene como uno de sus más fructíferos antecedentes la desigualdad, que nos ensimisma y nos aleja del otro, del diferente (por ser mujer, homosexual, pobre o extranjero), y nos coloca en lugares en apariencia distantes y lejanos.
Las crecientes desigualdades destejen y desentralazan los hilos de la comunidad, rompen con los vínculos que nos unen. Comienzan a no "afectarnos" las mismas circunstancias y, por tanto, comenzamos a no tener ningún afecto por "el otro"... Y la falta de afecto (especialmente el amor o el cariño) desemboca en seres desgajados y violentos.
En esa lucha estamos los que creemos que es posible cambiar "revolucionariamente" el contrato social que va unido al sexual que discrimina a la mitad...
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