Esta tarde he vivido uno de esos momentos que se agarran muy adentro y acaban formando parte de la memoria/identidad del que esto escribe. La Plataforma Cordobesa contra la Violencia de Género ha tenido a bien elegirme este año para pronunciar unas palabras en el Pleno extraordinario que cada noviembre se celebra con motivo del 25N. Me he sentido honrado y también privilegiado por disponer de una tribuna pública y decir en voz alta algunas reflexiones que me ocupan y me preocupan. Este es el texto que esta tarde he compartido en el Ayuntamiento:
CELEBRACIÓN DE
NOVIEMBRE
Pleno Extraordinario
contra la Violencia de Género,
Ayuntamiento de
Córdoba, 22-11-2012
Siempre que llega el final de
Noviembre los medios de comunicación insisten en recordarnos la cifra de
mujeres muertas a lo largo del año, reducidas prácticamente a un número
mientras que su nombre avanza camino del olvido. Trato pues de recordar cómo se
llamaron: Antonia, Carmen, Estrella, Pilar, Rosario, Isabel, Almudena, Marisol…
y así hasta más de 40. Mi recuerdo es también para aquellas de las que ni
siquiera sabemos sus nombres, para las invisibles, para las que siguen
sufriendo en silencio, para las que cerca o lejos tienen marcadas, aunque en
ocasiones ni se atrevan a reconocerlo, las fauces del patriarca. Para las que,
como la madre de Ruth y José, reciben los golpes a través de los hijos
golpeados.
Recuerdo también a mis abuelas que
nunca tuvieron una habitación propia en un mundo en el que mis abuelos tenían
la voz y la palabra. Recuerdo a mi abuela Carmen que siempre firmaba con un dedo
y a mi abuela Rita a la que no dejaban subirse a los árboles y que siempre
andaba anotando versos en un cuaderno que no sabían leer los hombres.
“Multiplicaré los
trabajos de tus preñeces: parirás con dolor a los hijos, buscarás con ardor a
tu marido que te dominará”.
Recuerdo a los jerarcas y a los que
siempre tuvieron voz en los púlpitos. La voz del confesor y la del sabio. La
del que nunca se equivocaba. La voz de San Pablo que las condenaba al
silencio: “Las mujeres deben estar
calladas, pues no les corresponde hablar, sino vivir sometidas, como dice la
ley”. O la de San Agustín que
justificaba cómo debían estar “sometidas al hombre porque en él predominan el
discernimiento y la razón”.
El discernimiento que llevó a tantos
hombres iluminados a decir, como Rousseau, que la mujer debía aguantar las
sinrazones del marido sin quejarse.
Por todos ellos, y por tantos otros
que forman la línea vergonzante que durante siglos ha sustentado el
patriarcado, me es imposible no dar la razón a Miguel Lorente cuando dice que:
“Los hombres que hemos tenido la voz
a lo largo de la historia ahora no
podemos permanecer callados cuando se habla de igualdad. Tenemos mucho que
decir sobre lo que hemos callado y mucho que callar sobre lo que hemos
vociferado”.
Porque cuando hablamos de violencia
masculina, y digo bien masculina porque son los hombres los que la ejercen
contra las mujeres, en definitiva lo estamos haciendo de igualdad. La violencia masculina, al fin, ha dejado de
ser un asunto estrictamente privado y hemos empezado a entenderla como el
producto más cruel de un orden político, cultural y simbólico que nos
diferencia jerárquicamente en función del sexo.
Sólo cuando seamos capaces de darle
la vuelta a esas estructuras culturales y de poder, erradicaremos la
desigualdad y con ella la violencia. Es necesario pues que los poderes públicos
sigan apostando por el mandato constitucional que les obliga a remover los
obstáculos que impiden que la igualdad de mujeres y hombres sea real y
efectiva. Es hoy más necesario que nunca, cuando la crisis económica agudiza la
feminización de la pobreza y alimenta la vulnerabilidad de los más
débiles, no bajar la guardia y seguir
apostando por políticas que asuman que la igualdad formal sin la material no es
más que un disfraz que a duras penas esconde la vigencia de la ley de la selva.
No cometamos el error pues de desandar
lo andado, de retornar a la “mujer mujer”, a la reproductora que no era dueña
de su destino y que estaba más cerca de la Naturaleza que de la Cultura. A la
que sólo podía definirse por su dedicación a los demás y no por la
determinación consciente y responsable de su propia vida. A la que estaba
condenada a ser o puta o santa. A la madre, siempre la madre, y nada más que la
madre.
Es urgente además que todos, mujeres
y hombres, y especialmente todas las instancias socializadoras de nuestras
democracias, contribuyamos a desarmar ese orden patriarcal. De manera singular,
la institución a la que pertenezco debe implicarse todavía más y mejor en una
causa que tiene que ver, nada más y nada menos, con la mitad de la ciudadanía.
Porque la rentabilidad de las Universidades públicas debe medirse en términos sociales
y no de cotización en bolsa. Y, por lo tanto, también en términos de
implicación en todos aquellos asuntos que tienen que ver con la convivencia,
con la justicia social, con la consecución de unas mayores dosis de bienestar y
felicidad. Lo contrario supone convertirlas en aparatos domesticados y
serviles. Y también la Universidad debe asumir que la igualdad de
género no es una cuestión de ideología sino una exigencia democrática.
Junto a todo ello, debería ser una
tarea primordial que nosotros, los hombres, nos miremos en el espejo y
descubramos que también tenemos género. Es decir, que nos hacemos hombres
tratando de responder a unas expectativas que nos exigen ser reyes, guerreros,
magos o amantes. Que la virilidad acaba siendo un imperativo categórico que nos
exige demostrarnos a nosotros mismos ya los demás que somos hombres de verdad.
Es decir, individuos competitivos, valientes, aguerridos, infatigables y, si
hace falta, violentos. Con los puños o con las palabras. En la intimidad de
nuestras habitaciones y desde los púlpitos en los que consagramos la conexión
patriarcal entre masculinidad, poder y violencia. Los
sujetos que no dudamos en cosificar a las mujeres y en convertirlas en botín de
guerra o en víctimas cuando nos resistimos a reconocer su autonomía.
Es urgente que revisemos la división
patriarcal entre lo público y lo privado, que asumamos social y políticamente
los valores y capacidades que tradicionalmente hemos rechazado por
considerarlos femeninos. Es necesario
reivindicar la ética del cuidado y, como decía Petra Kelly, la ternura como herramienta
política. Sólo así podremos ir transformando un contrato social que, precedido
del sexual que continúa esclavizando a muchas mujeres, da forma a unas
sociedades que continúan estando lejos de la decencia. Porque, como bien sostiene
el filósofo hebreo Avishai Margalit, una sociedad decente es aquella que no
humilla a ninguno de sus miembros.
Cada final de noviembre es también el
cumpleaños de mi hijo. Por eso cuando llega el 25N también lo miro a él y,
además de tratar de encontrar la herencia de sus bisabuelas, me siento responsable de que habite un mundo
distinto al presente, una sociedad al fin decente en la que nadie por razón de
su sexo sea humillado o tenga más dificultades para ejercer sus derechos. En la que ninguna mujer
carezca de nombre y en la que a ni una sola se le niegue la libre disposición
sobre su cuerpo, su sexualidad, su presente y su futuro.
Un horizonte que sólo podremos
alcanzar si asumimos de una vez por todas que una democracia sin mujeres no es
democracia y que una sociedad con hombres violentos es el mayor fracaso de
todos lo que un día confiamos en las luces emancipadoras de la razón. Esas que,
controladas por el patriarca, hace un siglo le impidieron a mi abuela Carmen
aprender a escribir y a mi abuela Rita subirse a los árboles. Las que confío en
que iluminen a mi hijo para que en el futuro, que será su presente, Noviembre
ya sólo sea el mes en que celebrar que la vida sigue multiplicándose.
Me ha gustado mucho.
ResponderEliminarGracias Yolanda.
ResponderEliminarEnhorabuena, Octavio. Un brillante y emotivo discurso por la igualdad. Esperemos que pronto vivamos en un mundo más justo y en una sociedad más concienciada de los valores que con tanta dedicación tratas de inculcar a tu hijo y a tus alumnos. Ojalá que voces como la tuya y las de muchas mujeres y hombres que luchan por esta causa sigan acabando con estas situaciones hasta que llegue el día que no sea necesario celebrar la lucha contra la violencia de género.
ResponderEliminarGracias Andrés. Eso que dices es una tarea de todas y de todos... y muy especialmente de hombres jóvenes como tú.
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