DIARIO CÓRDOBA, 5-11-2012


Miro a la maravillosa Rachel Weisz en la pantalla pero no escucho su voz. Me seduce con su mirada de gata herida, a pesar de las malas condiciones de la proyección y de que, a través de los muros de papel, me llega la banda sonora de la sala de al lado. Caigo rendido ante la última sinfonía de Terence Davies, aunque salgo del multicine con la sensación de haber disfrutado The deep blue sea sólo a medias. Y es que todos los que amamos el cine lo vivimos casi como una religión. Disfrutar una película es un ritual que requiere su espacio y su ceremonia. Porque para nosotros gozar una buena película implica sentir que algo se nos rompe por dentro y que nos vuelven a salir alas en la espalda. En definitiva, las mismas sensaciones que provoca cualquier manifestación cultural, cuya riqueza primera y última no es otra que hacer que el alma, sin necesidad de púlpitos, alcance el paraíso. Un objetivo que en esta ciudad parecen desconocer muchos de los que tienen responsabilidades públicas o algún tipo de portavocía en materia de cultura. Sólo así es posible entender el debate abierto en las últimas semanas en torno a la Filmoteca, el cual no es más que un episodio más de unas políticas que intentan subordinar la cultura al turismo y que desconocen, y por tanto no valoran, el sentido que debe tener la satisfacción del derecho constitucional de acceder a ella.
En realidad lo que se está cuestionando es el papel que dicha institución cumple modélicamente no sólo como protectora y difusora del cine como bien cultural, sino también como creadora de hábitos y públicos sin los que la cultura acaba siendo un ombligo retorcido de subvencione e inmensas minorías. Frente a los fuegos de artificio y a las ocurrencias más o menos ingeniosas que han caracterizado las propuestas de otras instituciones, la Filmoteca ha apostado en los últimos años por la coherencia, la continuidad y la rentabilidad que debe perseguir cualquier gestión pública de la cultura: la que se mide por su capacidad de incidir en el entorno social y en la mejora del bienestar de la ciudadanía. De ahí que el rincón de Medina y Corella sea casi un oasis en medio del desierto, una especie de santuario al que muchos acudimos para pedirle a Marilyn o a Chaplin que los sueños no paren, un hogar que sólo son capaces de despreciar los que no lo han pisado, tal vez porque no entienden que el cine no es un simple adjetivo de las palomitas.
En San Sebastián, hace ya más de 60 años, un grupo de empresarios decidieron crear un festival de cine para impulsar la ciudad. En Córdoba, el portavoz de los empresarios en materia de cultura no ha dudado en menospreciar el papel de la Filmoteca, con la complicidad, más o menos confesa, de unas instituciones que en general no tienen muy clara la rentabilidad de un lugar que contribuye a amueblar el corazón y la cabeza de las gentes. Quizás esto nos aporte algunas claves de por qué el sueño de la capitalidad acabó volando al Norte. Tal vez fue porque nuestra candidatura era una ficción que, a duras penas, ocultaba la realidad de una ciudad en la que muchos de sus representantes no han entendido que el valor de la cultura no se mide en euros sino en talentos.
Menos mal que unos cuantos siguen soñando, como yo, con la voz de la Weisz y con su mirada de fragilidad sólo aparente. Esa que nos hace sentir entre el demonio y al profundo mar azul. Una pandilla de ilusos que pensamos que el cine es una habitación de hotel en la que refugiarse de las cámaras de turistas que sólo se atreven a fotografiarnos mientras hay luz del sol.
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