CARMEN LAFORET. UNA MUJER EN FUGA.
Anna Caballé e Israel Rolón
RBA, Barcelona, 2010.
Anna Caballé e Israel Rolón
RBA, Barcelona, 2010.
“La autora se mira en el espejo poco antes de salir de casa para ir al
campo a pasar el fin de semana y ¿qué es lo que ve? Ve a una mujer mayor que
acaba de salir de <<una serie de catástrofes íntimas>>, vestida con
ropas viejas y cómodas y con unas grandes botas de <<andar por la nieve o
de pedir limosna>>. Casi parece un esquimal o un chino sin coleta.
<<¿A dónde voy así?>>, se pregunta. E insiste en que su indumentaria
puede servir para escalar montañas nevadas o <<para sentarme en la
esquina de una calle y tender el viejo guante recosido para recoger una
limosna>>. Es decir que Laforet se ve a
sí misma crudamente, como una vagabunda que no posee nada y se ve
obligada a empezar de nuevo una vida <<sin juventud y sin
belleza>>. Como cualquier vagabundo tiene una historia detrás que no
puede olvidar. ¿Y delante? Delante sólo está el camino, y sus botas…” (Carmen
Laforet. Una mujer en fuga, p. 353).
Le tomo prestado el título,
adaptándolo al femenino, a mi querido Jesús Leirós – ese poeta mágico que
publicó sus primeros poemas gracias a un charcutero y que pronto podrá presumir
de prólogo de Pablo García Baena -
porque creo que es el adjetivo que mejor se ajusta a una mujer tan
fascinante y misteriosa como Carmen Laforet. Acabo de leer el interesantísimo
ensayo biográfico escrito por Anna Caballé e Israel Rolón y me he encontrado
con un personaje lleno de aristas, sufriente, huidizo, permanentemente en
tránsito. De ahí que el título, Una mujer
en fuga, exprese con contundencia la misma identidad de una mujer que pasó
toda su vida huyendo, de su familia, de sí misma, de las ciudades en que vivió,
de su misma vocación de escritora. Tras aquel deslumbrante inicio de carrera
literaria que supuso Nada - con la que ganó en 1945 el Premio Nadal cuando
sólo tenía 23 años y era una absoluta desconocida -, su trayectoria posterior
fue un proceso de dolores, de tensiones, de luchas permanentes entre lo que
ella esperaba de sí misma y lo que los demás esperaban de ella. Y eso tanto en
su vida profesional como en la personal. Cada novela de las pocas que escribió
posteriormente fue el resultado de una auténtica lucha, un desafío sangrante,
una experiencia que la fue convirtiendo en un ser “desnortado”, sin rumbo. Una
mujer que parecía andar siempre buscando esa “habitación propia” con la que
Virginia Woolf describió a la perfección la con tan frecuencia dolorosa
búsqueda por parte de las mujeres de su lugar en el mundo.
Una mujer que, tal vez sin que
fuera consciente del todo, fue siempre prisionera de un mundo - no olvidemos el contexto que le toca vivir:
la España franquista… y católico-patriarcal -
que la encerraba en jaulas superpuestas. Como las muñecas rusas. Su permanente desubicación la hace girar a
veces sin rumbo definido, en tensiones contradictorias, acumulando desde
vivencias religiosas extremas a pasiones por otras mujeres. Unas pasiones a las
que quizás nunca se atrevió a ponerle nombre, pero que la llevaron en más de
una ocasión a sentirse seducida por mujeres poderosas, valientes, enérgicas,
que al menos en apariencia disponían de todas las armas de las que ella
carecía. Lilí Alvarez bien pudo ser para ella lo que Vita para la Woolf.
En este sentido, y no olvidemos
que era una mujer triunfadora en medio de un mundo dominado y controlado por
hombres en general muy machistas (el gran gurú de las letras era entonces Cela),
hasta sus posiciones en torno a las mujeres son ciertamente singulares. A veces
contradictorias, pero muy interesantes. Considera un error que las mujeres
hayan pretendido liberarse en las mismas profesiones y bajo las mismas
convenciones sociales que los hombres.
“La mujer feminista debió pensar en otras alternativas antes que
reproducir el modelo masculino, sostiene Laforet. Debió trabajar en organizarse
de un modo distinto e independiente, a la manera del gineceo de los griegos, de
forma que ni siquiera el matrimonio tendría sentido para ellas porque hombres y
mujeres vivirían en comunidades independientes.” (p. 212)
Carmen habla de “feminismo
femenino”: “No es que yo quiera que las
mujeres sean las cuatro letras (puta) al estilo que hoy se usa. Mi idea es
ésta: toda mujer por el hecho de serlo
tendría desde que nace una renta asegurada para vivir, renta que le entregaría
el Estado sacándosela a todos los hombres.
Cuando tuviera niños, mientras fueran pequeños las rentas se le
multiplicarían muchísimo. A la mujer le estarían prohibidos toda clase de
trabajos pesados. Los hombres guisarían, lavarían, serían ingenieros, negociantes,
artistas, obreros de fábrica… Los hombres podrían ser pobres o ricos, según lo
que hicieran en la vida, a pesar de los enormes impuestos que tendrían todos
para atender a las mujeres y a los niños. A las mujeres se les exigiría que se
cuidasen, y las que fueran más bonitas tendrían más dinero, también las más
inteligentes porque la crítica de lo que hicieran los hombres estaría
encomendada a la mujer. La mujer no
podría pertenecer nunca a un partido político ni inventarlo… pero sería la única
que tendría voto. No sería artista, pero sí crítico de arte, etc., etc.
¿Entiendes lo que quiero decirte? Nada de pisarles el terreno a los hombres,
sólo alentarlos o hundirlos de la manera más femenina” (pp. 212-213).
La utopía laforetiana casi nos
lleva a la isla de Lesbos, o a alguna obra muy posterior de Doris Lessing: “Las
mujeres serían las únicas responsables del gobierno de la polis (recordemos que
serían sus únicos votantes), auténticas abejas reinas que permanecerían
alejadas del mundo del esfuerzo y del trabajo, dedicadas al cultivo de la
maternidad, la inteligencia y la belleza y sostenidas por un ejército de
obreros a los que quedaría encomendado todo lo demás” (p. 213).
Pese a su temprano éxito, ella no
deja de ser una mujer casada, madre de familia, lastrada por unas obligaciones
que le pesan y que la limitan. Por un matrimonio que se acabará rompiendo y en
el que ella progresivamente se siente prisionera. En busca de una habitación
solitaria donde escribir, del silencio necesario, en fuga de los demás y de sí
misma: “A mi cuidado los cinco chicos con
sus cinco caracteres y sus cinco problemas, los problemas de trabajo de Manolo,
los problemas de otros familiares que a temporadas vienen a mi casa, es una
vida parecida a la de las mujeres fuertes de la Biblia que se levantaban al
amanecer y cuidaban de que todo el mundo estuviera vestido y alimentado, aunque
fuese de milagro”(p. 302). No se puede describir mejor ni con menos
palabras el papel de la mujer “domesticada”, de la cuidadora, un rol del que
también Carmen Laforet trata de escapar. Pero casi nunca de manera definitiva.
Se va pero vuelve. Se siente culpable y, sólo casi al fin, medianamente
liberada.
No podemos olvidar que en ese
momento histórico, la España de la posguerra, ella es casi la única voz femenina
en el mundo literario. Los referentes son exclusivamente masculinos. En algún
momento parece preocuparle la búsqueda de una voz alternativa: “Al <<tú calla>> masculino, dicho
en público, ha habido la lenta, poderosa, terrible contestación del poder
femenino en silencio. El misterio femenino es cierto. Existe y no debería
existir” (p. 322).
Incluso en algún momento de su
vida piensa en una obra, El gineceo, en
la que expresar el punto de vista femenino: “Las
pobres escritoras no hemos contado nunca la verdad, aunque queramos” (p. 322).
Tal vez en esta afirmación, como
bien sostienen los autores del libro, radique el principal interrogante sobre
la misma identidad, como mujer y como escritora, de Laforet. Quizás las
dificultades para contar “su” verdad, así como para desarrollar “su” proyecto vital,
explique buena parte de sus viajes permanentes, de sus huidas, de sus dudas.
Hasta del terror que finalmente siente frente al papel en blanco. “Tenemos que decir lo que somos, cómo somos,
lo que realmente sentimos y pensamos. Es más urgente descubrir nuestra cara
oculta de la luna que la cara oculta de la luna, más emocionante, más vital,
más positivo. Y no sabemos cómo hacerlo” (p. 323). Carmen parece iniciar
así un enfoque novedoso, radical, que podría haber sido muy significativo en la
España literaria y social que lo toca
vivir, pero lamentablemente queda en meros apuntes. En boceto. Como buena parte
de su obra y de su vida. Apenas un folio rasgado. Una intuición. Y miedos,
muchos miedos, dudas. Sin rumbo otra vez. Aunque vuelva a ello gracias a Ibsen
y su Nora: “El drama (la búsqueda de
libertad) acecha siempre a un espíritu salvajemente libre; pero este drama se
acentúa cuando el poseedor de tal naturaleza es una mujer” (p. 442).
Por ello no nos debe extrañar
tampoco su permanente necesidad de viajar, de cambiar de espacio (pero no de
tiempo, que es lo que realmente nos define, ay…), de romper con las líneas
rectas que la encorsetan: “Viajar se va convirtiendo en la única forma de salir
adelante porque, como analizaría muchos años después la escritora inglesa Jenny
Diski, el hecho de viajar puede verse como una interrupción externa y por ello
una forma de permanecer quieto ante aquello que se nos requiere y no estamos
preparados para dar. El viajero se mantiene lejos, ajeno a las urgencias de la
vida cotidiana, protagonista de una nueva dimensión, más ligera, menos
comprometida. Viajar es una forma de aspirar a tener la mente en blanco, una moratoria
para no pensar en todo aquello que tira de nosotros. El viajar es un salto en
el espacio, es ir a un lugar que no está donde se está normalmente y para
llegar a él hay que hacer preparativos, maletas, se necesita una documentación,
cruzar fronteras. Viajar es ir a algún lugar próximo a lo que Freud denominó unheimlich, literalmente lo no familiar.”
(p. 330).
En ese rostro de ojos que parecen
mirar más allá del horizonte, en esa mirada perdida pero lúcida, en ese corte
de pelo tan a lo Katherine Hepburn, en ese cigarrillo siempre nervioso, es
fácil detectar a la mujer en fuga que fue Carmen Laforet. La “dramabunda” que
escapó, o pretendió hacerlo, de su infancia, de su familia, de su marido, de
los editores, de las novelas, hasta de un amor tardío y ciertamente tierno, el
que le ofreció desde la distancia el escritor Ramón J. Sender. Carmen Laforet
perteneció a la estirpe de los que, en palabras de Baudelarie, sienten “horreur
du domicile”. Es decir, “de los que viven en fuga permanente. Gente con una
predisposición a la lejanía, que
siente el viaje como una huida necesaria. Hombres y mujeres que momentáneamente
se adueñan del mundo por el simple hecho – que es una profundad necesidad – de sentirse
libre, sin cargas a la espalda, sin posesiones que aten. No tienen más que
preparar el equipaje para intuir el mundo caído a sus pies, al alcance de su
mano” (p. 397).
Carmen Laforet fue eso, una
nómada, una “dramabunda” que diría Leirós, una mujer en fuga, en permanente
tránsito, muy queer pues. La
continuadora de una larga estirpe de mujeres sin voz propia en un mundo que
otros habían escrito para ellas. Si Virginia se metió una piedra en el bolsillo
y se lanzó al río, Carmen arrastró durante toda su vida el barro del fondo en
el que, como buena ave de paso, se resistió a permanecer más de lo necesario…
Ambas, sin embargo, compartieron el mismo drama, y también la liberación, que
supone suicidarse, una de manera literal, la otra metafóricamente.
Cuando es imposible encontrar esa habitación lo mejor es habitar en el mundo. Los espacios grandes tienen esa cualidad de la música wagneriana: hay tanta gente que realmente no hay nadie, es fácil ser una pavesa en medio de las esferas. Todo lo que permanece tiene algo de horror, como si te enterrasen vivo en un ataúd. No sé si los románticos inventaron algún término para esta especie de síndrome, a menudo tan cercano al spleen.
ResponderEliminarEs ese "Horreur de domicile" del que hablaba Baudelaire...El libro MUJER EN FUGA lo analiza con detalle... y Carmen Laforet es el mejor ejemplo de ese síndrome...
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