DIARIO CÓRDOBA, 30-7-2012
Siempre que explico a mis alumnos nuestro sistema constitucional de derechos, les llamo la atención sobre el hecho de que su pórtico, antes incluso que el derecho a la vida o el principio de igualdad, lo constituye la dignidad. Esta viene a ser el tronco del que derivan los espacios de libertad que el constitucionalismo, cada vez más a duras penas, trata de garantizar. Sin embargo, y a pesar de su carácter fundamentador y orientador, la dignidad suele ser un valor olvidado y, en el mejor de los casos, menospreciado, muy especialmente por aquellos que mantienen posiciones políticas extremadamente liberales. En su ciega confianza en la libre competencia, olvidan a menudo que son necesarias políticas públicas que traten de corregir los excesos de nuestro egoísmo y que persigan los mínimos de justicia social que, de manera singular, protejan a los más vulnerables. En esta idea, tan simple y compleja a la vez, habita el sentido último del hoy maltrecho Estado social. Es decir, del modelo que debe procurar las condiciones que hagan posible una vida digna, de tal forma que bienestar y dignidad sean entendidos como las dos caras de la misma moneda. Es este presupuesto no solo político sino también ético el que en la actualidad vemos tambalearse ante la pasividad de una Unión Europea que nunca se creyó del todo que sin unión política no es posible garantizar las conquistas que los estados del continente alcanzaron en el siglo XX.
Por ello no nos debería extrañar que, al margen de que es uno de los pocos puntos de su programa electoral que parece no va a traicionar, el Gobierno del PP decida reformar la ley del aborto e incluso eliminar la despenalización en el caso de malformación del feto. Más allá del debate que muchos creíamos superado en torno a los derechos de las mujeres, en esa amenaza late el desconocimiento de una máxima que debería ser sagrada en un estado constitucional: el derecho a la vida solo tiene sentido cuando se acompaña del adjetivo "digna". Lo contrario, supone reducir la vida a un absoluto insufrible, más propio de los dogmas de una religión que de los presupuestos éticos de una democracia. Es la misma concepción que late, por ejemplo, en la oposición a la eutanasia y, en definitiva, a todas las progresivas conquistas que el ser humano ha alcanzado en cuanto al ejercicio autónomo de su plan de vida. Ese sueño que ya reivindicara el renacentista Pico della Mirandolla: el hombre, y la mujer, como artífices de su destino. Un sueño del que las mujeres saben mucho pues llevan siglos reivindicando su derecho a equivocarse. Es decir, a ser tan libres como la otra mitad.
A todos los ultraliberales, que paradójicamente suelen ser intervencionistas en lo moral, y muy especialmente a los que como Gallardón esconden un lobo bajo una piel de cordero, habría que recordarles que la justicia no es posible sin la garantía de la dignidad y que ésta depende de las condiciones de bienestar que hacen que el individuo pueda autodeterminarse. Es precisamente este proyecto emancipador, que tantos siglos costó consolidar, el que ahora vemos peligrar en medio de una batalla en la que el capitalismo está venciendo al constitucionalismo. Porque todas las medidas que se están adoptando están suponiendo un recorte en nuestra dignidad, en cuanto que inciden directamente en nuestro bienestar y en las exigencias de justicia social. Por ello, precisamente, me parece tan vergonzoso que, con el pretexto nuevamente del aborto, la derecha aparezca como la defensora a ultranza de la vida. Justo cuando es esa derecha, y sus cómplices del mercado, la que está provocando los mayores atropellos que recuerdo sobre nuestra dignidad, sin la cual la vida no es más que un designio en manos de los dioses. Algo que parecen olvidar los que ignoran que sin adjetivos hay sustantivos que solo son marionetas en manos de quien tiene el poder.
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