A veces he pensado que si me gusta tanto el cine es porque soy de esas personas que no tienen clara la diferencia entre la realidad y la ficción. Soy de esos tipos raros que las entremezclan continuamente, no sé si como estrategia de supervivencia o como única posibilidad que tengo, tan ateo, de vivir una suerte de eternidad en el presente. Con frecuencia me descubro reconstruyendo un pasado del que no llegué a ser testigo o del que, aun siéndolo, me faltan páginas del guion. Invento y reinvento la parte de mi familia que me silenciaron y a veces hasta imagino navidades que no existieron o celebraciones alrededor de una gran mesa en la que yo siempre me sentaba intentando que no se me viera. Hay cineastas que han hecho justamente de la memoria, de su memoria, el armazón de su obra y el aliento que recorre unos relatos en los que, sin pudor, se nos abren para que nos miremos como si de un espejo se tratase en sus vísceras. Carla Simón es una de ellas. Así lo demostró con sus dos p...
Cuaderno de bitácora de Octavio Salazar Benítez