La casa de Bernarda Alba es una de esas obras que, supongo que como para otros muchos, ha sido recurrente en mi vida desde que en el ya lejano Bachillerato una profesora de Literatura, jovencísima y gaditana, nos hizo leerla y tuve que explicarla en un examen en el que, sin saberlo, yo ya me estaba haciendo preguntas que solo años más tarde el feminismo contestaría. En aquellos años además Adela se encarnó en Ana Belén y Bernarda en el rostro durísimo y severo de la gran Irene Gutiérrez Caba. Desde entonces para mí son difíciles de superar los gritos de Ana/Adela contra los muros de la casa, con el vestido verde con el que se atrevía a desafiar el luto y las paredes blancas. Pasado el tiempo, empecé a encontrarle muchas costuras al teatro de Lorca, del que nadie puede discutir su poderío verbal y sus imágenes bellísimas, pero que a mí se me fue desinflando sobre todo en lo que tiene que ver con sus retratos femeninos. Fui dándome cuenta de que en muchos casos, con talento y genio indudables, el granadino no hizo sino dar cuerpo a estereotipos y ser, una vez más, el hombre que miraba a las mujeres. Como tantos otros. Como luego algunos aprendimos de la mano de Siri Hustvedt y tantas mujeres sabias.
Me acerco siempre pues a la puesta en escena de sus obras con interés pero con una cierta prevención, sobre todo porque creo que en muchos matices no llevan bien el paso del tiempo y solo la relectura de un creador o una creadora valiente y genial sería capaz de quitarle polvo y piedras. Sin duda, el gran valor de los clásicos es que resisten múltiples interpretaciones y son capaces de dialogar con el presente. Ese debería ser el sentido de poner sobre las tablas una vez más la Bernarda, tan leída y releída y hasta hecha voz en algún montaje en el cuerpo de un hombre. Es lo que yo esperaba del montaje de Alfredo Sanzol que llegó este fin de semana a Córdoba y que, en la representación de ayer sábado, fue aplaudido, a mi parecer de manera exagerada, por un público que parecía haber asistido a una obra maestra. Mis aplausos fueron mucho más comedidos y menos entusiastas.
No negaré la belleza de algunas apuestas de este montaje – ese telón de encaje, el delicado y sugerente vestuario, algunas músicas y la perspectiva que tanto me recordó a la última versión de “Cinco horas con Mario” - , pero la propuesta de Sanzol me dejó absolutamente frío y no entendí algunas de sus aportaciones. Entiendo que pretendiera hacernos ver el drama de manera atemporal, ubicándolo en un espacio sin tiempo y que bien podría ser la representación de esa “casa de muñecas” en la que tantas mujeres han estado enjauladas. En este sentido, el espacio recortado, e iluminado en los entreactos como la silueta de una casa atemporal, juega a favor de que nos situemos fuera de cualquier época. Sin embargo, los sonidos que llegan de afuera, algunos de los elementos que acompañan a las actrices en las distintas escenas, la literalidad del verbo, todo eso nos remite a un tiempo y lugar concreto. Es decir, creo que el montaje no consigue elevarse por encima de su ubicación originaria, por más que se introduzcan músicas electrónicas, un decir de algunas actrices más propio de una serie de plataforma que del lirismo lorquiano o unos bailes que no acabo de entender que aportan, más allá de un fallido intento de hacer de los cuerpos de las hijas un vehículo de expresión de sus angustias. Me faltó sin embargo la sensación asfixiante de la casa clausurada y del verano de abanicos y moscas, como tampoco sentí el fuego que entiendo debía manarles como manantial a las jóvenes enlutadas. Creo que tampoco el reparto, muy desigual, ayuda a que recibamos una pulsión compacta. Me dio la sensación de cada actriz iba a lo suyo, con tonos muy distintos, en algunos casos sin alma. La función alcanza su mayor peso con la contundencia de una Poncia con matices que encarna una estupenda Ane Gabarain. Sin embargo, no creo que Ana Wagener, una magnífica actriz, encuentre el justo punto en el que veamos en ella no una matriarca feroz sino también una víctima del patriarcado. Tal vez solo al final logramos verla con un punto de fragilidad que hace de su petición de silencio una petición de auxilio. Tampoco me resultó creíble la Angustias de Patricia López Arnaiz, cuyo mismo físico y presencia contradice el perfil que Lorca hace de ella y en el que es tan evidente cómo los años, el cuerpo y la actitud forman un todo. Como tampoco acabé de entender las claves de una abuela que, lejos de conmover al público, provoca risas más propias de quien contempla un show de Los Morancos.
Creo que el principal problema del montaje de Sanzol, al que no le discutiré virtudes técnicas y estéticas, es que subraya y reincide en lo que yo creo que es también el problema de buena parte del teatro de Lorca. Me refiero a esa mirada sobre las mujeres y su mundo no tanto desde una clave emancipatoria sino más bien desde la mirada masculina que no puede evitar caer en los estereotipos y reducirla a su papel de víctimas. Esa mirada que en muchos casos me recuerda al de hombre que juega con muñecas, que las viste, las peine, las pone hermosas y las pone a decir en un escenario parlamentos que él imagina como la voz de ellas. Como quien viste a una virgen para que sea la más guapa, aún con sus lágrimas, y al que tal vez no habría estado mal regalarle una Nancy de niño. Ese que pareciera soñar con un Pepe el Romano al que entregarse de manera absolutamente romántica y tóxica.
La casa de Bernarda Alba, en esta versión de Sanzol, acaba siendo un producto aparente, pero tan frío como buena parte de su iluminación, más propia de un hospital de “histéricas” que de una casa donde rumia el patriarcado. Esa estructura de poder que no alcanza a ser puesta en la diana ya que a la apuesta le falta un poderío que yo solo alcanzo a ver en algunos momentos de Poncia o en la criada que interpreta una solvente Inma Nieto. El resto me parecen estereotipos que hablan y danzan pero a los que me cuesta ver el alma. Como a las muñecas, a las que me habría gustado ver liberadas de los hilos con que las mueven otros y convertidas en personajes capaces de interpelar a los espectadores, y sobre todo a las espectadoras, del siglo XXI. Eso sí que le habría dado un sentido a esta enésima relectura del drama de hace un siglo. Esa, entiendo, debería ser la verdadera apuesta ética del teatro.
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