No sé si somos conscientes de hasta qué punto la falta de memoria pone en riesgo las conquistas democráticas. Me temo que muchos y muchas piensan que los derechos que hoy disfrutamos en esta parte privilegiada del planeta no necesitaron para ser alcanzados de siglos de luchas, incluidas las vidas y los cuerpos que se quedaron por el camino. Lo terrible es que esos recorridos históricos continúan en gran medida ausentes de los procesos educativos, lo cual suma para que en los jóvenes prendan con relativo éxito posiciones reactivas en materia de igualdad. Habría que recordarles cómo cuando en la Francia del XVIII triunfó la revolución y fue proclamada en 1789 la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, las mujeres fueron excluidas de la ciudadanía, tal y como un par de años después denunciaría Olimpia de Gouges. Que su cabeza acabara sesgada por la guillotina es la prueba más dramática de todo lo que las mujeres han tenido que pelear, pacíficamente, para que su estatus fuera equivalente al de los hombres. Una vindicación todavía necesaria y que supone no solo la conquista de derechos sino también que sus cuerpos, vivencias y necesidades se incorporen al pacto social hecho por y para la mitad masculina.
Desde ese faro que es la memoria,
me resultaron todavía más emocionantes si cabe las palabras pronunciadas por el
primer ministro francés cuando en el pasado mes de marzo el parlamento de
nuestro país vecino aprobó por amplísima mayoría incorporar el derecho al
aborto en su Constitución. “El hombre que soy nunca experimentará la angustia
que experimentaron estas mujeres, privadas de la libertad de controlar sus
cuerpos durante décadas. El hombre que soy nunca conocerá el sufrimiento físico
de aquellos tiempos, cuando el aborto era sinónimo de secretismo vergonzoso, dolor
indescriptible y riesgos fatales. El hombre que soy nunca conocerá el
sufrimiento moral, frente al peso de una sociedad que prefirió silenciar y
condenar. Pero el hermano, el hijo, el amigo, el primer ministro que soy
recordará toda su vida el orgullo de haber estado en esta plataforma en este
momento: éste en el que vamos, juntos, unidos y llenos de emociones, a cambiar
nuestra ley fundamental para que incluya la libertad de la mujer”, dijo entre
otras cosas Gabriel Attal.
Una conquista que en nuestro país
algunos miramos con envidia, como también lo hacemos a una derecha que es capaz
de superar las trincheras y reconocer qué asuntos están por encima de los
intereses partidistas, así como a una democracia, la francesa, que ha sabido hacerse
laica. Es decir, que ha conquistado ese marco de libertades que supone
deslindar lo público y estatal de las creencias particulares, organizando la
convivencia a partir de una ética cívica. Justo la que permite sostener un
nosotros en el que mujeres y hombres tienen derecho a ser iguales y diferentes.
Pero es que, además, aplaudí que
un hombre político, con poder, y en una tribuna pública, fuera capaz de ponerse
en la piel de las mujeres, aun advirtiendo que nunca ni su cuerpo ni sus
vivencias fueron atravesadas por la discriminación sufrida por ellas. Me
pareció admirable este ejercicio de reconocimiento y empatía tan poco habitual
en nosotros. Una práctica que, entre otras cosas, nos habría llevado hace
tiempo a ser conscientes de cómo para ellas la autonomía sexual y reproductiva es
un derecho clave para vivir una vida digna.
Ojalá en este país avanzáramos al
fin por la senda laica, conversacional y feminista de la que Francia nos dio un
buen ejemplo hace unas semanas. Y ojalá los hombres, sin necesidad de discursos
ni de tribunas públicas, sino en nuestras prácticas cotidianas, aprendiéramos
la lección del discurso de Attal: justicia histórica con las mujeres que
fueron, compromiso igualitario con las que son y blindaje de derechos para las que
vendrán. Una responsabilidad por asumir y para la que obviamente, no hace falta
ser primer ministro sino simplemente ciudadano que se toma la democracia en
serio.
ARTÍCULO PUBLICADO EN EL NÚMERO DE ABRIL/MAYO 2024 DE LA REVISTA GQ ESPAÑA.
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