Cada vez me resulta más difícil encontrar películas que me sorprendan, que me descubran otros mundos al tiempo que hacen que me vea mejor por dentro. He visto muchas películas interesantes y que incluso me han emocionado en los últimos meses, aunque en muchas de ellas debo decir que he detectado un cierto artificio, un subrayado de "lo importante", como si sus creadores quisieran dejar constancia de que son unos genios (o al menos intentan serlo o creérselo). Es más complicado, sin embargo, ver en la pantalla historias que, sin renunciar a la potencia de lo narrativo, nos lleven a la vida, con sus miserias y sus oasis. Que nos permitan redescubrir la importancia de los vínculos, el papel emancipador del arte o la singularidad de esos modos de existencia extraños a unos hábitos que en esta Europa egocéntrica y malcriada pensamos que son un pasaporte hacia la felicidad. Todas las semanas voy al cine con ese ansia de descubrimiento y casi siempre me quedo a las puertas. Sin embargo, ayer las estrellas obraron el milagro y salí de la sala como quien ha vivido un hermosísimo viaje. A través de una historia que, tal y como está contada, poco importa si es real o ficticia, o una mezcla de esas dos dimensiones de la realidad. Por más que sepamos, o que descubramos al final, que está basada en una historia auténtica, y que casi podría ser una suerte de docudrama, lo que hace tan grande a La estrella azul es cómo consigue llevarnos por una serie de pasadizos que nos obligan a reencontrarnos con la vida, con la memoria, con nuestra fragilidad, con la capacidad de los sentimientos para generar cosas positivas, con la rareza del artista y con las dificultades de encontrar en este mundo de seres raros otros con quienes tender puentes desde la extrañeza.
El debutante Javier Macipe, del que cuesta creer que este sea su primer largometraje, consigue con una suma apabullante de decisiones arriesgadas contarnos la historia de Mauricio Aznar como quien nos regala un cuento, o un dibujo realizado con amor por una niña amorosa de ojos grandes o un cancionero en el que podemos descubrir hilos que nos llevan, como en el caso del protagonista, a territorios de su esqueleto. Con la ayuda impagable de un Pepe Lorente que espero que se lleve todos los premios de acá y de allá, el director juega con los materiales y nos adentra poco a poco, seduciéndonos sabiamente, en su propuesta. En ella se mezclan y se alteran los tiempos y los espacios, la realidad y la ficción coquetean entre ellas, se alteran los códigos narrativos, logrando que el espectador, lejos de sentirte aturdido, y este es el principal milagro de la película, tenga la sensación de haber vivido toda una experiencia emocional. Y así, como quien no quiere la cosa, La estrella azul nos ofrece toda una lección sobre los vínculos amorosos, sobre la creatividad, sobre la memoria familiar y personal, sobre los territorios que nos unen y también, claro, sobre la soledad y la angustia que supone nadar contra corriente. Todo ello como parte de una radical declaración de amor a la música, a su capacidad evocadora y sanadora, a su lugar en las identidades y en los horizontes. Yupanqui en el silencio, Bach en un bar de madrugada, Más birras en un pabellón y la orquesta del hermano haciendo bailar la Macarena en las fiestas de un pueblo. El milagro de la música. La genialidad de tantos y tantas mujeres anónimas. Guitarreros y guitarristas. Las afinidades electivas y la familia por descubrir. El amor, en fin el amor, como alimento intergeneracional.
Cuenta el director que fue la madre de Mauricio quien prácticamente le hizo el encargo de hacer una película sobre su hijo. La madre a la que apenas vemos y escuchamos una escena, de espaldas, en uno de los momentos más emotivos de la película. La mujer que cuida y que sabe, la que pudo liberarse del padre patriarca. Porque La estrella azul, más allá de toda esa lectura que en ella podemos hacer sobre lo que significa crear y sobre el sentido político que tiene o puede tener el arte, es también una historia sobre dos hombres tocados por la varita mágica de la sensibilidad y de la capacidad de mirar más allá de donde ven los otros. Dos poetas, dos viajeros, dos extraños. Mauricio y su hermano. Pedro y el rockero. Tan iguales y tan diferentes. Dos piezas condenadas a encajar en el puzzle de lo eterno. Dos víctimas de aquellos años de tantas sacudidas mortales en los cuerpos, en los que en este país andábamos a la búsqueda con frecuencia incierta de la mejor manera de vivir la libertad. Es así como este milagroso largometraje acaba siendo también, quizás sin pretenderlo, una crónica de lo que fuimos.
Estoy seguro que caminaré muchos días llevando en mi mochila a Mauricio, a Pedro, a los Carabajal, al caballo silencioso y al Ebro embriagado y a la madre que da las buenas noches al hijo pródigo. Estaré atento para no dejarla olvidada en alguno de los trenes que habitualmente cojo. No me lo perdonaría a mí mismo ni tampoco la señora que podría ser mi madre y que ayer, detrás de mí en la sala de cine, al terminar los títulos de crédito, parecía estallar de emoción mientras no paraba de decir "qué bonita, qué bonita..." mientras que sus ojos brillaban entre lágrimas y sonrisas.
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