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LAS CHICAS ESTÁN BIEN. La hermosa carta al futuro de Itsaso Arana.


En una tarde de domingo, de esas en la que la lluvia, tan deseada y primeriza, hacía todavía más hondo ese poso de tristeza que deja ese momento de la semana, el cine ha vuelto a regalarme una experiencia de sol y ventanas abiertas. Cuando cada vez parece más complicado que la gran pantalla nos sorprenda con un relato de esos que te cosquillean por dentro, como si una polilla nerviosa fuera completando el recorrido desde los pies hasta la cabeza, el primer largometraje de Itsaso Arana me ha sanado de tormentas y sequías amenazantes. Me ha reconciliado con la capacidad de fabular que tiene el cine cuando nos habla de la vida misma, me ha transportado a un lugar y momento idílicos para, como quien no quiere la cosa, con la suavidad de la mano que reconoce la piel de otro, hablarme de mí mismo. Las chicas está bien, que tiene algunas de las imágenes más bellas y poéticas del cine español reciente, me ha transportado durante hora y media a un espacio y a un tiempo indefinidos, a una suerte de paréntesis en mi propio devenir, y me ha hecho sentirme en ese filo con frecuencia tan escurridizo que existe entre el teatro y la vida, entre la representación y lo vivido, entre lo imaginado y lo real.

 

He envidiado a esas cinco mujeres capaces de ponerse y quitarse el personaje, de compartir despertares y heridas, de lanzarse hacia el pasado y hacia el futuro. He pensado en cómo sería prácticamente imposible un ejercicio similar con cinco hombres y he vuelto a sentir en la necesidad de superar unas masculinidades que nos impiden despojarnos de la máscara. Tan aferrados a nuestro papel de príncipes, creyéndonos siempre más importantes que el guisante. Tan poco habituados a hacer de la intimidad un espacio donde no hace falta traducción ni espada. Tal vez en ese chico que desea permanecer en el pueblo, de rostro andrógino y cuerpo nada normativo, resida una llamada a la esperanza. El chico que tal vez deba aprender de una vez por todas que no habrá princesa a la que rescatar. Que ahora ellas, al fin, también pueden tomar la decisión de no volver al lugar donde no encajan. Y que, entre medias, son libres incluso para hacer flotar en el agua las enaguas que ya no son una armadura.

 

Itsaso Arana ha sabido crear una atmósfera, unas luces y unas escenas, como si fueran cuadros que desde la tela dibujaran el testigo de lo por venir, en la que cinco mujeres, a las que habría que sumar la pequeña e inteligente Julia, y la sabia y cuidadora Mercedes, en vez de batirse en duelo, que es seguramente lo que haríamos nosotros, conversan. Se dejan arrastrar por las palabras, por la memoria y por los horizontes de posibilidad. La muerte, el amor, el paso del tiempo o la maternidad fluyen como si fueran parte de la comida que va de los platos a las bocas. El queso, las uvas, el vino. La palabra, siempre la palabra. Como si la creadora de una película tan singular quisiera advertirnos de que no somos sino seres siempre en busca de una gramática. El río, los árboles, los girasoles. Madre Tierra en la que, sí o sí, tenemos que inventar otra forma de conjugar los verbos. Donde pueden las ranas cantar sin depender de un genio que las convierta en príncipes.

 

La luz y la verdad que desprende todo el reparto, la belleza que reside en sus titubeos y en sus sonrisas, en lo callado y en lo por decir, son un ingrediente esencial para  que Las chicas están bien se convierta en una celebración de la vida. En un brindis por el ciclo imparable que conecta a quienes ya no están con los que vendrán. En medio, nosotras y nosotros. Tan necesitados de cuentos, teatro y películas para contarnos y explicarnos. Personas y personajes que con frecuencia no recordamos el guion, o tenemos que improvisar una entrada o sentimos un miedo atroz cuando la vida nos exige vivir. Ese lugar del que, como el escenario, también es posible escapar. Aunque siempre nos quede un punto cardinal al que mirar para no desnortarnos.

 

Las chicas están bien, que es una de esas películas que solo tienen sentido desde el útero creativo y vivencial que la sostiene, y que es sin duda colectivo, personal y político, es uno de los relatos más optimistas que he visto últimamente en la pantalla. Todo en ella, incluso los hilos de tristeza que a veces parecen escaparse de los vestidos de época, es una llamada a la emancipación, a la celebración de la vida, a la sororidad. Al milagro siempre posible del encuentro y los abrazos. A esa ética que, tan ligada a las mujeres y lo femenino, deberíamos convertir en universal. Una ética que es el reverso de la estética y que necesita, como pasa en la película, de una mezcla de formas e ingredientes. 

 

Itsaso Arana no solo ha parido un cuento de verano, o una especie de Eric Rohmer a la española y en femenino, ni siquiera se ha limitado a coger el testigo de Vivian Gornick para hablarnos de madres, paseos y ciudades, esas que habitamos y de las que con frecuencia escapamos. Su película es, como bien se dice casi al final de ella, una carta al futuro. Esa carta que lee Bárbara pensando en el amor que crece en su vientre. Ese hogar. El cine como casa y refugio, las películas como horizonte que se abre, el teatro como esa continuo reinventarse de las palabras que bien pudieron pensarse hace siglos. La utopía como esa posibilidad de descubrir la importancia de los guisantes.

 

 

 

 

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