Aunque su título en español deje mucho que desear– ese Las dos caras de la justicia nos remite a un manido drama judicial hollywoodiense -, Je verrai toujours vos visages, que es el título original, es de esas películas que nos interpelan no solo como espectadores sino también como ciudadanos. A partir de varios relatos de culpables y víctimas de determinados delitos, el largometraje de Jeanne Henry, nos adentra en el complejo mundo de la justicia restaurativa y nos deja muchas preguntas (algunas sin respuesta) y, sobre todo, una serena y humanista reflexión sobre la forma en que las sociedades democráticas avanzadas respondemos frente a aquellos que rompen las reglas de la convivencia. Algo sobre lo que deberíamos reflexionar seriamente en un país como en el nuestro, en el que recientemente pareciera que la gestión no solo jurídica, sino también moral, de muchas acciones intolerables las estamos automáticamente trasladado al ámbito sancionador del Derecho Penal. Este largometraje debería servir cómo mínimo para que nos planteemos hasta qué punto los mecanismos de castigo y reinserción que tenemos previstos en los ordenamientos democráticos son los más justos. O, lo que es lo mismo, si permiten restaurar el orden, entendido éste en cuanto conjunto de valores y reglas que hacen posible la convivencia pacífica, así como sanar en la medida de lo posible a las víctimas y reeducar a quienes han delinquido.
Sin grandes alardes narrativos, con una tensión dramática muy teatral, la directora, que ya nos sorprendió con la bella y también cuestionadora En buenas manos, nos sitúa frente a las dos caras de la realidad y nos propone la herramienta de la conversación, de las palabras, de la desnudez, para tender puentes, para generar aprendizajes, para construir hacia el futuro incluso desde el dolor y las heridas. En este sentido, y cómo bien comprobamos en las historias que recoge la película, la justicia restaurativa no tiene tanto que ver con el perdón y el arrepentimiento, lo cual nos llevaría a la hipérbole moral y religiosa de la culpa y los pecados, sino más bien con la posibilidad de empatizar incluso con quien consideramos monstruos, con la oportunidad emancipadora que puede suponer – también para las víctimas – ponerte en la piel de otro, con el sentido cooperativo del diálogo. La ética de los principios pero también de la responsabilidad. Pura y dura democracia.
Pero también la película nos muestra los límites y las grietas de la justicia restaurativa, tan poco habitual en los sistemas judiciales clásicos y más habitual en países que han vivido tensiones políticas en muchos casos fratricidas. Y lo hace a través de una historia dolorosísima de una víctima de agresión sexual que inicia el proceso para establecer una conversación con el que fue su agresor, su propio hermano que durante la infancia abusó de ella con la complicidad de buena parte de la familia. Esta historia, que por sí sola habría podido dar lugar a una película, nos plantea cómo en determinados delitos, justamente esos en los que se lesionan los aspectos más íntimos de la integridad de un ser humano, resulta complicadísimo, por no decir imposible, entablar algún tipo de acercamiento entre la víctima y el responsable. Lo cual, por otra parte, nos debe hacer plantearnos cómo deberíamos las sociedades democráticas reaccionar ante violencias tan culturalmente arraigadas, como son las machistas, que es evidente que nunca resolveremos con más años de cárcel ni mucho menos sometiendo a las víctimas a la losa añadida de los larguísimos y costosos procesos judiciales. Es aquí donde la película deja más interrogantes abiertos, sobre todo porque es imposible no entender a la víctima, para la que, en todo caso, el proceso abierto de reencuentro con su hermano, supone una suerte de paso hacia adelante. De conquista liberadora de todo lo que de sí misma se quedó paralizado cuando de niña fue violada por él.
Je verrai toujours vos visages, cuyo título nos remite a los rostros, al otro y a la otra, al sentido comunicativo que implica la justicia restaurativa, me ha recordado mucho a la Maixabel de Iciar Bollaín. También en esta película, y frente a una realidad tan dolorosa en nuestro país como el terrorismo etarra, se nos planteaban las posibilidades de sustituir la ira por palabras, la rabia por escucha, el pasado sin fondo por un futuro más amigable y posible. Una honda reflexión que como juristas, pero también como ciudadanos, deberíamos plantearnos ahora más que nunca, ya que vivimos un momento histórico en que pareciera que han saltado por los aires las normas éticas que eran como la argamasa de nuestro “vivir con”. Cuando la ética de la justicia, así, a secas, acaba siendo más insuficiente que nunca.
La necesaria película de Henry nos plantea alternativas que tienen ver con la escucha, la sanación y el futuro. Solo por eso, que no es poco, que y todas deberíamos acercarnos a las historias que nos cuenta y hacer el ejercicio de situarnos en los dos extremos del dolor para, desde ahí, ser conscientes de que solo mediante puentes es posible sumar las orillas.
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