“Ya que sabe leer y escribir, puede hablar de sí misma. No necesita las voces ni las palabras de nadie. Tampoco necesita que le creen un personaje. La protagonista es ella misma”
Hay libros que llegan a tu vida como si encerraran un tesoro, un cofre cargado de preguntas y de trozos de piel, casi una maleta en la que se enredaran pañuelos y prendas íntimas de otros y de otras con las tuyas propias. En un ejercicio intransferible de memoria que entra y sale por las ventanas como ese aire del amanecer que en otoño nos invita a quedarnos en la cama, despiertos, pero con la cabeza ya a punto de saltar a la vida. Este tipo de libros, que no son los que con más frecuencia caen en mis manos, es como si hicieran un agujero profundo dentro de nosotros y se quedaran en él para siempre, en un singular ejercicio de sanación. Este verano uno de estos libros ha zarandeado mis habitaciones y mis cuadernos, mis pantallas y hasta las suelas de los pies. La novela Ana no, de Agustín Gómez Arcos, que llegó a mi biblioteca gracias a mi querida Laura Hojman, me ha dejado casi sin aliento y todavía ahora, días después de haberla terminado, me resulta difícil poner en orden ese revoloteo de palomas y águilas que revoluciona mi terraza.
Descubrí al escritor almeriense hace apenas unos meses. La lectura de su novela El cordero carnívoro me sorprendió no solo por lo que contaba, sino también por cómo lo hacía, por la mirada tan contemporánea sobre temas que me (pre)ocupan – la masculinidad, el patriarcado, las sexualidades diversas - , por el compromiso político, lejos sin embargo del panfleto y del discurso, de un hombre que me duele siga siendo tan visible en la historia de nuestro país. Agustín Gómez Arcos, toda una referencia literaria en Francia, lugar donde vivió buena parte de su exilio, fue uno de esos hombres republicanos en cuya vida y obra habita la posibilidad de lo que no fue y toda la luz de una España a la que algunos no dejaron ser “camisa blanca de nuestra esperanza”. El sueño de una República en la que, por ejemplo, las mujeres empezaron a ser conscientes de lo que significa tener derechos: “Por primera vez en la historia éramos interlocutoras de los hombres y uno unos seres cuya única misión era preparar la comida, lavar la ropa y abrirse de piernas en las intimidades de la noche y de la cama”, reflexiona Ana camino del sí.
Si en El cordero carnívoro descubrí a un autor capaz de hacer revolución con las palabras y de penetrar hasta lo más hondo de las pasiones y las miserias humanas, todo ello con el retrato pulidísimo de un momento muy concreto de nuestra historia reciente, en Ana no se han multiplicado esas alas y la literatura me ha llevado a la emoción más radical. Esa que incluso se traduce en las lágrimas pero también, y sobre todo, en ese dolor que a mí me ha apretado en el pecho cuando he acompañado a la protagonista en su periplo. Basado en múltiples historias reales, las de mujeres pobres y casi siempre analfabetas que emprendían el camino siguiendo las vías del tren para ver a sus hijos prisioneros en las cárceles franquistas, la novela nos ofrece un trozo de memoria descarnada, de esa que todavía mantiene la sangre sin cuajar y que algunos, todavía hoy, insisten en mantener armarizada. Gómez Arcos nos ofrece un fresco de la España franquista, desde la perspectiva de los vencidos, pero lo hace sin odio y sin ánimo de revancha, más bien desde la rabia de lo que pudo ser y no llegó a ser, desde el dolor de tanta muerte y de tanta puerta cerrada, desde la desesperanza de quien en sus propias carnes vivió el exilio y la negación. Escrita con una prosa que con frecuencia se desliza hacia la poesía, y narrada con una fuerte carga visual que la hace tan cinematográfica,Ana no debería ser uno de esos libros de lectura obligatoria en los institutos. Porque en pocos como él hay además un compromiso tan ancho y sólido con lo que podríamos llamar la cultura de este país. Es fácil descubrir en sus páginas a Cervantes, a Machado, a Lorca, a Galdós, al Lazarillo de Tormes e incluso a Berlanga. También desde este punto de vista la novela puede leerse como una suerte de homenaje y celebración de cómo este país ha sido también leído y construido por la cultura. Una razón más para contrarrestar la opinión de quienes ven odio en Gómez Arcos, cuando lo que su libro transpira es mucha pena honda, pero también el reconocimiento de la humanidad de sus personajes, incluidos aquellos que él bien podría considerar “sus enemigos”. La dignidad humana compartida está para el escritor por encima de los muros que genera el odio. Claro que habla de vencedores y vencidos, pero como constatación histórica de unos hechos y como ejercicio de memoria democrática, que nada tiene que ver, por cierto, con reabrir heridas sino con sanarlas. El no creo que escribiera como revancha sino como quien planta semillas y ara el campo con la confianza en que el ciclo de las estaciones traerá la cosecha. Lo cual no le impide lanzar su mirada crítica y dolorida contra los poderes salvajes que amasan miserias, contra el catolicismo cínico de la España oficial, contra las fosas comunes y las Vírgenes travestidas de las iglesias, contra los obispos y la Reconciliación nacional, contra los que borraron nombres del Valle de los Caídos, e incluso contra el error de haber creído que con el sueño bastaba para hacer realidad el proyecto republicano. Un enfoque crítico del que no se escapa un mundo hecho por y para los hombres, es decir, un patriarcado que enseña a los hombres a disparar pero no a ejercer la ternura. “Los hombres nunca han sabido organizarse la vida. Son capaces de morir o de matar. Pero incapaces de vivir, de dar vida”, piensa la vieja viajera. Es evidente que el autor de Un pájaro quemado vivo habla desde su lugar de hombre disidente, laico y republicano. Criado en un mundo en el que los hombres no eran más que “una necesidad insaciable de camisas limpias y bien planchadas”.
Pero más allá de todas esas lecturas, que están dentro del libro, lo más emocionante de Ana no es cómo el escritor almeriense construye el relato de la construcción de la identidad de una mujer, la protagonista, que inicia un viaje que, paradójicamente, aunque le lleve a la muerte será también el de su autoafirmación como ser para sí misma. Con una mirada que hoy calificaríamos como perspectiva de género, e incluso feminista, Gómez Arcos nos ofrece uno de los personajes femeninos más interesantes de nuestra literatura, en cuanto que hace de ella una suerte de “anti Penélope”, de heroína a la fuerza que sale de viaje para encontrar a su hijo pero que acabará encontrándose a sí misma, de señora de pelo blanco que no se queda en el zaguán de su casa, como las que tantas veces hemos visto por ejemplo en los cuadros de Julio Romero de Torres, y se lanza al mundo. A ese espacio de la movilidad y de los kilómetros que siempre fue masculino. En contraste con el hogar cerrado y con frecuencia claustrofóbico en el que ellas parían y cuidaban. Las mujeres de limitada geografía. En esta especie de road movie sin coches ni héroes masculinos, es clave el papel de la educación, que es la que permite que Ana se haga al fin con un cierto dominio de las palabras para contar y para contarse, hasta el punto de que desde esa atalaya pueda conjurar el “no” que durante tanto tiempo la definió como una “no” ciudadana, “no” sujeto, “no” protagonista. La sin nombre a la que vemos hacerse ella misma, pese a los harapos que arrastra y con el sabor ya perdido de las almendras con las que amasó – amar, amor, amasar – un bizcocho para el hijo pequeño. La vida anónima que se hace presente, con alegría. Anita la alegría del regreso. La mujer de mar que en las tierras secas del interior se descubre en el espejo. “Se acabó la inútil molicie de su no-identidad. Se está convirtiendo en personaje, está empezando a ser alguien”. La esposa, la madre, pero también ella. La que lee y cuenta. La que gracias a un hombre ciego empieza a ver lo que antes no veía. El hombre pájaro, Trino, Trinidad, capaz de darle la vuelta al catecismo y convertir a Dios en culebra y al demonio en paloma. La bella despierta que, descarada, besaba al bello durmiente, en una inversión de roles con la que Gómez Arcos, en fragmentos que parecieran escritos por Gustavo Martín Garzo, reinventa la humanidad. Como en esa casi fábula en la que un circo se convierte en otro espacio abierto a la imaginación y a la reinvención, y en el que de nuevo el autor mira con ternura honda a todos y cada uno de los personajes que son también un cierto retrato de nosotros mismos. Un circo que es casi un adelanto profético de la sociedad del espectáculo de hoy.
El autor nos arrastra y nos zarandea con la intención de no dejar en su sitio ni una sola de las piezas del puzle. Imposible no llorar, aunque sin lágrimas, cuando acompañamos a Ana en aquella primera vez que escribe la palabra amor, “palabra de la que mana un milagroso regatillo de agua de lluvia”. Imposible no sentir con ella la necesidad de vindicar la palabra comunista, aunque acabemos como esa perra que la acompaña durante parte del camino. Imposible no entender su furia cuando, saciada el hambre, escucha a las voces pagadas gritar ¡Viva Franco! Estos y otros tantos imposibles convierten la lectura de esta novela en un ejercicio de reconciliación.
Como el propio Agustín Gómez Arcos declaró en una entrevista, estamos, pese a todo el dolor que encierra, ante “un libro de esperanza. Un libro de rebeldía y de amor, porque uno no se rebela por odio, sino por amor”. Desde esa esperanza es también como en el libro también habitan María Zambrano, María Teresa León o hasta los ecos de las cartas que María Lejárraga escribiera a las mujeres de España. La esperanza republicana de una sociedad de iguales, laica,
en la que mujeres y hombres “al ver a los otros se ven a sí mismos, sin que la palabra otro se les pase por la cabeza, maravillados al descubrir que son únicos y múltiples, como una infinidad de espejos que reflejara una única imagen”. Hechas y hechos para la vida.
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