Hay películas que sin ser obras maestras consiguen que como espectador logres identificarte con lo que sienten sus personajes, sobre todo si en algún momento el que mira ha podido verse en una tesitura similar a la que ve reflejada en la pantalla. Ese milagro, que tiene que ver con la empatía y, en definitiva, con la capacidad que como seres humanos tenemos para ponernos en lugar de otro o de otra, lo consigue Elrespostero de Berlín. La historia de Thomas, el repostero alemán del título, que viaja a Jerusalén siguiendo el rastro de quien fue su amante, Oren, un judío casado y con un hijo, le sirve al director, Ofir Raul Graizer, para contarnos varias cosas. Entre otras, la pesada carga que suponen determinadas comunidades culturales/religiosas - en este caso la judía - para los proyectos autónomos de los individuos, además de por supuesto el contraste entre dos mundos interconectados pero tan diversos: el que representa Thomas y el que vive Anat, la esposa de Oren. Una mujer que, como tantas otras, tiene que enfrentarse a un mundo de hombres que son los que dictan las reglas y los que administran la ley y las virtudes. Pero, por encima de todo eso, El repostero de Berlín es una bellísima historia de amor vivida a través de un hermoso triángulo, con la que una vez más se nos enseña cómo los deseos, y las emociones, y las pieles, van mucho más allá de los estrictos márgenes que este mundo de binomios ha marcado para los humanos.
Con la inestimable ayuda de la química de los dos actores protagonistas, una estupenda Sarah Adler y un Sohar Shtrauss que convierte la contención en fuerza expresiva, el director nos trasmite con calma y delicadeza todas los ingredientes que van conformando una pasión. El proceso lento y tierno que provoca que entre dos cuerpos salten chispas. Tal y como vemos que sucede con las galletas y los pasteles que hace Thomas: sus manos enharinadas preparando la masa, su tacto al decorar las galletas, la justa medida de los ingredientes que hacen que la tarta sea deliciosa. La metáfora más luminosa de lo que supone hacer las cosas por amor, entregarse sin saber muy bien que hay detrás de la puerta, poner toda la carne en el asador aún sabiendo que es posible que las llamas nos devoren.
El repostero de Berlín, que bien podría haber sido una película romántica infumable, y la que pese a sus virtudes le falta algo de pasión y le sobra una cierta frialdad, es una bellísima historia sobre lo sorprendente que es vivir estando vivo. Sobre las múltiples ventanas que nos abre el deseo si no nos negamos a él. Sobre las mil manera que caben de construir una familia, un entorno de cuidados, una leve conquista sobre nuestra mortalidad. El dulce abrazo de un cuerpo que nos espera, la tarta Selva Negra que llena de chocolate las comisuras de nuestros labios, la valentía de buscar para encontrar. Tan simple y tan complicado como saber la justa medida de azúcar y harina, el tiempo debido de horno y la libertad de saltarse todas las recetas. El arte de amar, el arte de amasar. La alegría de tener alguien cerca que te haga un pastel exquisito.
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