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EL GENIO TÓXICO: A propósito de EL HILO INVISIBLE




Uno de los binomios jerárquicos más característicos del patriarcado es aquel que, en el ámbito de la creación, ha distinguido entre genios y musas. El sujeto creador masculino frente a la mujer inspiradora, objeto mirado y, en el mejor de los casos, Eva capaz de sacudir los cimientos racionales de Adán.  Ese perverso eje ha sido y continúa siendo uno de los más firmes reproductores de una cultura androcéntrica, en la que los ojos siempre son de varón y en la que ellas son como una especie de lienzo en blanco, sumiso y callado, ausentes, que solo cobra vida gracias al aliento omnipotente del dios hombre. Es justo el juego incluso dramático al que se presta esa oposición masculino/femenino en la creación el que retrata a la perfección la fría pero muy sugerente El hilo invisible. La última película de Paul Thomas Anderson se centra en la figura de un exigente y maniático varón creador, en este caso un célebre modisto de nombre Reynolds Woodcock (Daniel Day-Lewis), al parecer inspirado en la figura de Balenciaga,  que reúne todos los elementos no solo de ese creador “divino” sino también de lo que podríamos calificar como masculinidad “tóxica”.

A través de una sucesión interminable de primeros planos, y con una escenografía que recuerda al tiempo sosegado y casi resbaladizo de un taller de costura, Anderson nos presenta al genio que parece siempre estar en lucha consigo mismo y a su musa, que en este caso es una joven que no se resiste tan fácilmente a convertirse en el ser anulado que pretende Reynolds. A partir de un prodigioso diálogo con el modisto, en el que éste insiste en que ella no tiene ni debe tener gusto o, lo que es lo mismo, que como mujer carece de criterio, la  joven Alma (Vicky Krieps) insiste en reivindicar que lo que ella pretende es tener su gusto propio.  La primera rebelión frente a la “misoginia romántica” del modisto. Convertida no solo en su musa, sino también en su amante, a la que por supuesto usa y maneja en función de sus necesidades artísticas y egocéntricas, Alma, cuyo nombre bien podría significar lo que justamente le falta al protagonista masculino y lo que él parece negarle a ella, se rebela contra las normas de una casa en la que ella parece ser la extraña. Al descubrir las debilidades de un hombre que es un discapacitado emocional, y que se resiste por tanto a mostrarse vulnerable y dependiente, Alma urde la trama perfecta para que él la necesite. Justo cuando Reynolds necesita ser cuidado, la musa se convierte en sujeto poderoso. Con una mirada que más bien parece la de una mujer fatal, ese otro clásico entre los estereotipos con el que los hombres creadores las contemplan a ellas. Un cliché al que podríamos sumar el de la sombra de la madre, o el de una hermana (Lesley Manville),  que bien podría ser la madrastra del cuento o la terrorífica ama de llaves de una película de Hitchcock.

Más allá del contexto estéticamente impecable, y pese a todo atravesado por una frialdad que impide que veamos la historia como un melodrama, lo que más me ha interesado de esta inclasificable y fascinante película es el retrato de un hombre que, como él mismo dice en un momento de la película, está condicionado por las expectativas. Un ser brillante pero que vive encerrado en una jaula: la que le obliga a ser perfecto, a no salirse de la línea recta que lo mantiene ensimismado, la que le impide vivir con la misma pasión que parece habitar en sus agujas. Las agujas con las que cose, o más bien cosen las muchas mujeres que ejecutan sus brillantes ideas, unos vestidos impecables pero sin alma. Auténticos disfraces para señoras con posibles. Quizás la misma vía que él usa para enmascarar sus propias carencias. Las que se resiste a mostrar cuando enferma, las que le impiden relacionarse de manera relajada y generosa con los demás, las que tienen mucho que ver con el hombre que se cree destinado a proyectarse en su obra. El que, finalmente, desconoce el orden amoroso de la vida porque es esclavo de su propia genialidad.

Y, claro, Daniel Day Lewis. Sin duda uno de los mejores actores vivos y, me temo, muy parecido al genio que interpreta. Sus miradas y su frágil omnipotencia hablan sin necesidad de guión. Y nos cuentan la historia de una masculinidad tóxica. Un genio, un dios, un depredador. El que han sufrido y siguen sufriendo tantas mujeres a las que los hombres les negaron el alma.

Publicado en THE HUFFINGTON POST, 6 de febrero de 2018:
http://www.huffingtonpost.es/octavio-salazar/el-genio-toxico-a-proposito-de-el-hilo-invisible_a_23352847/?utm_hp_ref=es-blogs

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