Fui de los muchos españoles que me ilusioné con los vientos de cambio que empezamos a sentir el ya lejano 15M. Después de mucho tiempo de estancamiento y de fango, parecía que las calles, las personas, el ritmo de la vida, volvían a ocupar el espacio que nunca deberían haber perdido. El gran reto siguiente fue transformar esa energía ciudadana en instrumento político, en una herramienta capaz de insertarse en el sistema y a ser posible transformarlo. Fue ilusionante comprobar cómo voces que hasta entonces habían estado calladas iban tomando las plazas, al tiempo que las voces de siempre contemplaban entre el desconcierto y el miedo lo que podría ser el fin de toda una etapa.
Ese impulso inicial, que en mi caso se mantuvo incluso en los primeros momentos en los que ese movimiento fue tomando la forma de un partido, se ha ido sin embargo debilitando, lentamente pero sin pausa, hasta que hoy parece cercano a la defunción. Y no porque hayan desaparecido las razones que lo motivaron, al contrario, hoy más razones incluso que entonces, sino porque los actores que cogieron las riendas han ido defraudando progresivamente mis expectativas. Hasta el punto de que una de las pocas cosas que tengo claras de cara al 20 de diciembre es que no votaré a Podemos.
El "juego de tronos" en que finalmente se ha convertido la composición de las candidaturas --no en vano Pablo Iglesias regaló al Rey la famosa serie, lo cual debimos entenderlo entonces como toda una declaración de intenciones no hacia el monarca sino hacia el mismo que la regalaba-- ha venido a rematar la faena de los que, criticando a la vieja casta, han acabado comportándose como la peor de las castas posibles. Unos comportamientos que en este caso son doblemente censurables porque desde un primer momento sus líderes no dejaron de darnos lecciones de democracia, de integridad moral y de regeneración. Puro discurso que hemos visto como en los últimos meses traicionaban sin que se les despeinase la coleta.
Como en los más rancios partidos, han consolidado una cúpula férrea, una maquinaria oligárquica y un liderazgo jerárquico. Y al que imagino que le resultarán incómodas en sus filas las personas con convicciones, con pensamiento propio y con libertad para decir no. Instalados en el espectáculo permanente que proporciona la televisión, y en la conversión por tanto de la política en show mediático, esos dirigentes nos han ido pareciendo algunos justo lo contrario de lo que pregonaban. Es decir, nada dialogantes, absolutamente doctrinarios y rabiosamente egocéntricos. Todo un alarde de virtudes escasamente democráticas que difícilmente han disimulado con la nebulosa de unas propuestas que de lo naif han pasado a lo insensato.
A todo lo anterior, y para mí es la prueba decisiva de cualquier movimiento que se presente como transformador, hay que añadir su fidelidad a unas actitudes y comportamientos tan absolutamente patriarcales, a unos liderazgos hipermasculinizados y a una evidente invisibilización de las mujeres que me consta han estado y están apostando por otra política. Que en el famoso debate de la Sexta Iglesias no hablase en ningún momento de la desigualdad de género, o de la violencia, o que ni siquiera le rebatiese a Rivera su oposición a las cuotas, fue el más evidente ejemplo de cómo para muchos, muy especialmente en esa izquierda que va de radical, el machismo es tan estructural como en la derecha más rancia. Motivos más que suficientes para que nunca sean votados por quienes entendemos que no se puede ser demócrata sin ser feminista. Un compromiso vital que supone otra manera de entender lo público, de no desvincular el mundo de la vida de los espacios políticos, de creer más en la horizontalidad que en la verticalidad. Algo que me temo estos líderes sin corbata ni entienden ni parecen estar interesados en hacerlo.
Las fronteras indecisas, 18 de noviembre de 2015
Diario Córdoba
Comentarios
Publicar un comentario