A estas alturas de la historia, debería estar muy claro que cuando hablamos de género estamos haciéndolo sustancialmente de una cuestión de poder. De cómo articulamos el reparto de bienes, derechos y responsabilidades entre mujeres y hombres. Y también, consecuencia lógica, de cómo seguimos construyendo el relato de un mundo que continúa identificando lo masculino con lo universal. Por ello cuando planteamos el objetivo de la igualdad de género estamos incidiendo en el corazón mismo de la democracia, ya que supone replantear los dos ejes sobre los que descansa el Estado constitucional: el poder y la ciudadanía. Estos dos ejes se entrecruzan no solo a través de reglas y procedimientos sino también por medio de unos valores, una ética, que podemos considerar el nervio necesario para que el cuerpo democrático funcione sin traicionarse a sí mismo. La pervivencia prolongada del patriarcado, que parece reavivarse en estos tiempos neoliberales, sigue provocando que esta ética, que a su vez se sustenta en una cultura, continúe respondiendo a esquemas androcéntricos y sexistas. De ahí que incluso en países como el nuestro, donde en la última década los avances en materia de igualdad han llegado a ser un referente a nivel internacional, el sustento moral de nuestra sociedad continúe siendo tan machista.
Por ello es tan relevante que los poderes públicos ejecuten políticas de igualdad de carácter transversal y que afecten también al mundo de la cultura y el conocimiento. Algo que de manera tímida ya se prevé en la Ley de Igualdad del 2007 y que ahora impulsa el Anteproyecto de reforma de la ley andaluza para la promoción de la igualdad de género. El problema es que la mayor parte de las previsiones jurídicas se limitan a establecer un elenco de buenos propósitos y no se traducen en herramientas eficaces que garanticen su vigencia. Si así fuera habría sido absolutamente contrario a la ley el apoyo público prestado al recientemente celebrado en Córdoba Congreso de la Sabiduría y el Conocimiento. No entiendo como, por ejemplo, mi Universidad, que aprobó hace un par de años un ambicioso Plan de Igualdad y dispone de una Unidad centrada en dicho objetivo, ha avalado un evento en el que frente a 11 hombres solo encontramos una mujer en el elenco de ponentes. Y no se trata solo de una cuestión cuantitativa, que también, sino de cómo seguimos construyendo un modelo de sabiduría y conocimiento en el que nos sigue pareciendo absolutamente normal que la aplastante mayoría de voces sean masculinas. Se me ocurren decenas de científicas, pensadoras, escritoras, políticas, creadoras en general, que podrían haber aportado su voz diferenciada y su maestría. Solo de esa manera el Congreso tan masivamente publicitado no habría falseado a la realidad y, por tanto, habría tenido el valor que hoy ya no puede tener ningún evento o acción que desconozca que las mujeres son la mitad de la Humanidad. Y que son también por tanto sujetas activos del Conocimiento y la Ciencia, de la Cultura y de la Política, de los Saberes y del Arte.
Mientras que sigamos negando esa evidencia democrática, a veces con la complicidad que supone permanecer calladas y callados ante lo que es una injusticia de género, difícilmente cambiaremos las estructuras que continúan empeñadas en mantener el reparto histórico de poderes. Un cambio que, como estamos viendo, genera muchas resistencias porque supone pérdida de privilegios y compartir espacios que siempre se han entendido exclusivos de la mitad masculina. Esa evidencia debería en todo caso hacernos más firmemente militantes contra cualquier iniciativa en la que ellas no estén o no estén de la misma manera que nosotros. Solo así seremos todas y todos más sabias y sabios, y tendremos más y mejor conocimiento. Ser o no ser demócratas, this is the question . Nos va el futuro en ello.
Las fronteras indecisas, Diario Córdoba, 21 de septiembre de 2015
Comentarios
Publicar un comentario