Philomena, Stephen Frears, 2013
Hay actores y actrices que por sí solos o solas justifican toda una película. Es el caso de PHILOMENA, la última de Stephen Frears, la cual merece la pena verse sólo por disfrutar del rostro, la voz y las emociones que nos transmite Judi Dench. Una de esas grandes actrices británicas de un talento descomunal, capaces de lidiar con los personajes más dispares y, sobre todo, hábiles hacedoras de esos vínculos emocionales que el buen cine genera entre la pantalla y el espectador.
Hecha con una aparente modestia, sin grandes alardes, con un tono que muchas veces la acerca a la comedia y otra inevitablemente al drama de la historia que cuenta, la película te seduce con su sencillez, con su narrativa amable y sin concesiones sentimentales. Y todo ello, además, salpicado de algunas reflexiones que nos deberían hacer pensar, entre otras cosas, sobre el papel represor de la religión o sobre lo complicado que es, incluso más que hacer justicia, perdonar.
Basada en una historia real, que fue narrada por el periodista que es el co-protagonista de la película, PHILOMENA nos enfrenta un tema duro y sobre el que la Iglesia Católica tendría mucho que decir, sobre todo por lo que ha callado durante décadas: el de los niños robados. El gran acierto de Frears es contarlo sin acidez, sin caer en lo panfletario, con la caligrafía pulcra y sencilla de un buen artesano, y claro, con la ayuda impagable de una Dench que a todos nos gustaría tener de madre o abuela.
La búsqueda del hijo robado, la reconstrucción de esa vida no compartida, da además al final una vuelta de tuerca que convierte a la historia en doblemente sugerente. Sobre todo por lo que supone de defensa de la autonomía frente a las morales represoras. Un alegato que cobra aún más fuerza desde la capacidad de perdonar que tiene Philomena y que nos desvela la altura moral de una mujer que, al descubrir la vida del hijo que le arrebataron, actúa no desde el odio o la venganza sino desde la compasión. De esta manera, la película se convierte no solo en un viaje emocional en el que todos nos sentimos cómplices, sino también en toda una lección sobre como es posible vivir de manera ligera, y por tanto más feliz, si sabemos poner puntos finales a nuestras propias batallas. Por más que la justicia, entendida en términos sociales o políticos, deba no parar su lucha hasta que respondan los que un día truncaron el relato por escribir.
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