DIARIO CÓRDOBA, Lunes 3-12-2012
Durante más de 30 diciembres hemos celebrado, con la justa ceguera que provoca la normalidad democrática, el milagro de una Constitución que nos permitió superar el túnel del franquismo y que nos abrió las puertas de las libertades. El éxito de nuestra transición y del sistema que alumbró en un país que acumulaba tantos fracasos políticos nos llevó a mitificar el proceso y a ponderar, por encima de sus miserias, las grandezas del régimen conquistado. Hoy, sin embargo, en este final de año en el que tan difícil resulta celebrar nada, las miradas empiezan a cambiar y se impone, como mínimo, la relectura de una Constitución que, por más que elástica que haya demostrado ser durante tres décadas, empieza a dar muestras de su agotamiento.
Uno de los aspectos positivos de la crisis está siendo la progresiva toma de conciencia por parte de la ciudadanía de las fallas de un sistema que se encuentra cada día más lejos de procurarnos seguridad jurídica, bienestar y justicia social. La crisis económica, y sobre todo la gestión que de ella están haciendo nuestros gobernantes, representa el mayor fracaso de la lógica del Estado de derecho y la traición reiterada a unos principios que creímos irrenunciables, tales como la igualdad, el pluralismo, la solidaridad o el sometimiento de los poderes al ordenamiento jurídico.
Somos muchos los españoles y las españolas que no votamos el texto de 1978 y que no participamos en un proceso político del que se han ensalzado las conquistas pero del que hasta poco se silenciaron las renuncias a las que obligó el consenso. Muchos de los males que aquejan nuestro modelo están relacionados con las cuestiones que o bien se dejaron abiertas o bien se cerraron en falso, privilegiando a determinados actores. En el primer caso es evidente la necesidad de replantear el Estado autonómico. En el segundo, es urgente poner el dedo en la llaga de un sistema de partidos omnívoro del que derivan la mayor parte de las dolencias que como un tumor se extienden por las instituciones. En este sentido debería ser más que evidente la necesidad de reformar el sistema electoral, de someter a controles efectivos a los partidos y a nuestros representantes, de revisar la configuración de instituciones de garantía que son prisioneras del juego político, así como reformar unas estructuras administrativas ineficaces y que, además, amparan los vicios de los profesionales de la política. Todo ello en el marco de un modelo absolutamente insostenible de 17 mini-Estados que reproducen y multiplican los vicios centrales.
Junto a esas urgentes reformas, creo que también ha llegado el momento de plantearnos cuestiones de mayor calado constitucional como la misma opción por la Jefatura de Estado monárquica, el esquema de relaciones con las confesiones religiosas que ha permitido la prórroga de una "confesionalidad encubierta" o el sistema de garantías de unos derechos fundamentales que demuestran su ineficacia en unos tiempos en que se rearma la ley del más fuerte. Todo ello necesariamente acompañado de un compromiso cívico mucho más hondo y permanente por parte de una ciudadanía que, debemos entonar el mea culpa, durante los años de euforia permanecimos ausentes del espacio público. Algo que ha venido muy bien a todos los que, de esa manera, se han sentido legitimados para poner sus intereses particulares por encima de los generales.
Es el momento, pues, de parir nuevos discursos, de encontrar liderazgos renovados, de poner las bases de un proceso constituyente que nos acerque al objetivo de la sociedad democrática avanzada, el cual, de momento, no pasa de ser poesía facilona del preámbulo constitucional. Es necesario poner un punto y aparte y, desde la valentía que implica mirar hacia el futuro, comenzar sin ira a pactar un nuevo contrato que nos permita reconocernos. Desde el convencimiento de que cada generación tiene derecho a tener su propia Constitución.
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