Fui un niño raro. Objeto de burlas y carne de armario. Nunca he recordado mi infancia como un paraíso feliz . De mi adolescencia hermética mejor no hablar: todavía ando con alguna herida por cicatrizar. Pasé media vida tratando de adaptarme al papel que se esperaba de mí. Es decir, cumpliendo con rigor las expectativas de una masculinidad que tenía que ser mostrada y confirmada a diario. Escondí como pude al niño torcido que seguía habitando en mí y fue así como me vestí de novio delante de un altar y no dejé de autocontrolarme para que no hubiera dudas de mi virilidad. Tuve que equivocarme mucho para al fin romper los barrotes de la jaula. Las mujeres feministas que me acompañaron y los hombres disidente en que me fijé me ayudaron a hacer estallar el corsé. En el camino, fui esquivando como pude palabras que me asaeteaban y etiquetas que me obligaban a ponerme un traje hecho por otros y que no se ajustaba a mi cuerpo imperfecto.
Fue así como descubrí no solo una palabra sino
todo un concepto que fue para mí como una llave. Abracé lo queer, aun
cuando entonces para mí ese término carecía de lecturas y de nombres propios,
porque empecé a ser consciente de que mi angustia última tenía que ver con un
orden binario de género que me/nos condenaba a estar en un lugar o en otro. Una
tarea que se fue haciendo imposible a medida que fui cumpliendo años y descubrí
que yo, como la vida, era puro devenir. Un ser en tránsito, nómada, siempre en construcción.
Fue así como lo torcido devino puerta emancipadora. Solo entonces me convertí
en un autor de mi propia vida, es decir, en un individuo capaz de narrarme.
Nunca para mí esa palabra, ni siquiera cuando más
adelante me nutrí con libros pertinentes y no dejé de buscar en la teoría lo
que en la vida no dejaba de suscitarme preguntas, representó algo similar a una
agenda política propia de los dramas conflictuales en que hoy parece moverse el
debate público. Nunca la asumí como un dogma ni mucho menos como un catecismo
que, al parecer, hace temblar por igual a conservadores reaccionarios que a
algunas feministas para las que mencionar el término supone algo así como
invocar al demonio. Por el contrario, mis días y los libros no hicieron sino
confirmarme lo lejos que estoy de los esencialismos, incluido los biológicos, y
lo necesitado que estoy yo también, como ya reclamara Virginia Woolf hace un
siglo, de nuevos métodos y de nuevas palabras. Soy pues un Orlando más en la
larga lista de sujetos desobedientes.
Reivindico lo queer como una forma de
estar en el mundo, también en la Academia, y que supone cuestionar de manera
insistente el género que nos condiciona y aprisiona. El dualismo que sustenta
nuestra manera de pensar y que atraviesas nuestras subjetividades hoy
prisioneras del narcisismo y la copia. Un lugar que es ético y político porque
pretende construir un mundo en el que, al fin, todas las personas seamos
equivalentes y autónomas. En el que los cuerpos diversos, monstruosos y bellos,
imperfectos y sin sujeción a cánones ni a bisturíes, invadan los imaginarios y
las calles. Donde el goce y la reciprocidad sean la única regla en el sexo y en
el amor, esos espacios tan necesitados de justicia erótica.
El niño raro, el adolescente huidizo y el adulto
complejo se siente hoy al fin cómodo con un vestido que he ido tejiendo en años
de zozobra y viajes. Una ropa teñida con muchos colores, incluido el violeta
que me enseñaron amigas y compañeras, y cosida con parches y remiendos, que se
hace y deshace como si tirara de un hilo de aquellos jerséis de lana que tejía
mi madre cuando yo volvía casi enfermo a casa tras las clases de gimnasia. He
asumido que soy y seré un eterno aprendiz, fluido que no líquido, en movimiento
hasta el día en que ya no me pueda mover, deseoso de tender puentes con quienes
han habitado siempre las afueras. Un hombre queer que no soporta ningún tipo de
servidumbre ni explotación y que, por tanto, no tiene más agenda que cumplir que
la exigida por una dignidad inclusiva y plural, basada más en las necesidades
compartidas que en las identidades. Esa que es imposible de pronunciar desde lo
alto de un púlpito. La única que nos puede reconciliar en estos tiempos
melancólicos con la utopía y la esperanza.
PUBLICADO en EL PAÍS, 18 diciembre 2024
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