Hacía tiempo que no salía del cine con la sensación de haber sido arrollado por una experiencia que, como espectador, me ha zarandeado pecho y cabeza. Después de tanta película reciente empeñada en hablarnos del aquí y del ahora con pretensiones éticas y sociológicas, de tanto creador y creadora insistentes en lanzarnos una tesis moral, con ese regodeo de esta temporada en la muerte y en el morir, constituye una enorme alegría encontrarte con una obra que te lleva al borde del precipicio y que, en ese filo, te hace vibrar con una historia que tiene mucho de juego y, por tanto, también de manipulación. La diferencia está en que su director, el siempre sorprendente Jacques Audiard, ha sabido plantearnos el tablero con inteligencia y valentía. El resultado es una bendita locura, una historia que tiene mucho de culebrón y que es un verdadero musical ya que en ella predomina las palabras cantadas sobre las dichas, un laberinto apasionado y apasionante que, cuando pareciera que está a punto de caer en el mayor de los ridículos, alza el vuelo y nos regala una experiencia a vivir con nuestros sentidos y emociones. Un regalo que, recordemos, es obra de un francés, está rodada y cantada en castellano, tiene un reparto multicultural y se desarrolla en diversas ciudades, aunque fundamentalmente en México. De esta manera, Emilia Pérez se convierte en el mayor milagro cinematográfico del año ya que cuando uno sale de verla tiene la sensación de haber vivido algo más que una película. Y además lo hace con el deseo, al menos ese fue mi caso, de quedarme a la siguiente sesión para así continuar el enredo de las cuatro mujeres protagonistas. Como si hubiera descubierto un lugar donde no me importaría quedarme a vivir, donde al menos mi parte más queer me pide devenires que me sorprendan y me hagan bailar. Porque, ya lo saben, si no se puede bailar no es mi revolución.
Uno de los grandes aciertos de esta apasionada y apasionante película es que, desde el principio, muestra sus cartas y se nos presenta orgullosa de manejarlas. Con la misma inteligencia que suelen hacerlo los encantadores de serpientes y los narradores de fábulas. Desde la primera escena en que descubrimos al personaje de Rita, interpretado y cantado por una deslumbrante Zoé Saldaña, nos queda claro que hemos entrado en otra dimensión, en la que se nos propone avanzar por un camino de baldosas amarillas y en el que, como en el más elaborado de los culebrones, no tendremos más remedio que sucumbir al hechizo de lo excesivo, de lo pasional y de lo extremo. Todo ello que, insisto, podría haber dado lugar a un artefacto insoportable, acaba siendo una experiencia que nos zarandea y nos abre los poros de la piel. Entregados sin condiciones a la peripecia de unas mujeres que parecieran herederas de aquellos personajes de un Almodóvar todavía no engullido por su propio ego. Un invento que no se habría podido sostener sin unas actrices que manejan cual diosas los diversos tonos de la historia y las intensidades emocionales que recorren. Junto a ese inmenso descubrimiento que es la española Karla Sofía Gascón, las no menos espléndidas Selena Gómez, Adriana Paz y la ya citada Saldaña, dan cuerpo y credibilidad a unos personajes que podrían haber derivado en caricaturas. Ellas, sin embargo, elevan el guion hacia otras dimensiones y consiguen que nos creamos sus peripecias, incluso dando unos niveles inimaginables de credibilidad a unas partes cantadas que, lejos de limitarse a adornar la trama, son pieza esencial en el remolino que Emilia Pérez provoca en los espectadores.
Junto a sus indudables valores artísticos, creo que otro de los grandes aciertos de Audiard, además de demostrarnos que no se puede crear sin riesgo, es haber construido un relato que tiene mucho que ver con el mundo que nos ha tocado vivir. Con la realidad de unas subjetividades que se desmoronan y de unos paradigmas, tan androcéntricos y heteronormados, que demuestran al fin su incapacidad para hacer posible un mundo medianamente feliz. Más allá de lo que Emilia Pérez nos cuenta sobre la realidad de las personas trans, o de la pervivencia insoportable de unas masculinidades dominantes y violentas, la película nos lleva, como quien no quiere la cosa, a plantearnos hasta qué punto podemos cambiar de vida si solo lo hacemos de cuerpo, si el contexto y la memoria en la que vivimos no ha sufrido una transformación paralela, si no somos capaces de tener unos vínculos que nos sostengan desde la praxis del amor y la compasión. Todo ello tiene que ver mucho, muchísimo, con este siglo XXI de melancolías varias y en el que todas y todos, y todes, andamos como si se hubiera atrofiado nuestra capacidad narrativa (tal y como explica Lola López Modéjar en su imprescindible ensayo Sin relato). Si lo pensamos bien, eso es lo que andan buscando las mujeres protagonistas, en un mundo macho arrasado por las violencias y por la precariedad. En el que ni siquiera los dioses de siempre nos ofrecen amparo. En este sentido, Emilia Pérez, que hasta se atreve a jugar también con un final que demuestra nuestra necesidad de sustituir el rebaño por la comunidad y las diosas de piedra por mujeres con poder, encaja a la perfección en el contexto de “disforia generalizada” (Paul B. Preciado) que habitamos y nos habita, y en el que todavía muchos y muchas parecen no haber tendido que no hay más epifanía posible que asumir el proceso imperfecto y bailarín que somos. De ahí que no habría estado mal que el reciente congreso del PSOE en Sevilla se hubiera iniciado con una proyección de esta prodigiosa película. Quizás la mejor manera de empezar a entender que la Q no es solo una letra sino que es una propuesta de revolución, la cual no tiene que ver con cambiarte de sexo en Tailandia sino con desmontar de una vez por todas el orden patriarcal, androcéntrico y binario de género que nos condena a todos y a todas a una dolorosa infelicidad.
PUBLICADO EN EL BLOG Quién teme a Thelma y Louise, de Cordópolis:
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