Hay muchos argumentos que justifican que Querer, dirigida por Alauda Ruiz de Azúa, sea considerada, con permiso de Javi Giner y su impresionante Yo, adicto, la serie del año. Y lo es por cómo sus creadoras han sabido construir un relato sobre la violencia, y sobre la cultura machista en que se asienta, con un perfecto engranaje de emociones, silencios, gestos y palabras. Con una austeridad casi nórdica que lejos de restar no hace sino potenciar la verdad. De esta manera, la serie nos revela unos procesos que todavía son invisibles para muchos y muchas, al tiempo que nos explica, con la fuerza que siempre aporta una narración audiovisual, qué significa la violencia en cuanto herramienta de degradación de la persona que la sufre y en cuanto expresión de la desigualdad de estatus en que consiste la desigualdad de género. Todo ello en ese entorno privado que es la familia y en el que se van gestando, de manera ininterrumpida, como esa agua que gotea lentamente del grifo, agresiones de toda índole – físicas, psicológicas, emocionales, económicas -que nos revelan la enorme dificultad de acabar con una violencia que es sistémica y que acaba siempre inscrita en el cuerpo y la entidad de las mujeres que la sufren.
Las creadoras de Querer nos ofrecen, de entrada, un retrato perfecto de la evolución del personaje principal, Miren, encarnado por una impresionante Nagore Aranburu, a la cual vemos transitar desde el miedo a una progresiva emancipación. Desde el silencio a la adquisición de una voz propia, en un recorrido que nos permite hablar de ella más como superviviente que como víctima. El estupendo guion, la acertada puesta en escena y una interpretación que nunca resulta impostada, nos permite empatizar y entender, ver lo que tal vez nos resistimos a ver, sentir incluso el desgarro de la violencia sin necesidad de representaciones explícitas. Basta, en ocasiones, con la rememoración de un instante, con una mirada, con un gesto, para ser conscientes de la magnitud del daño. Una contundencia que, traducida en un impecable formato narrativo, debería servir de aprendizaje para quienes siguen pensando que la violencia de género es un invento ideológico o que deberíamos centrarnos en la doméstica o intrafamiliar para evitar los sesgos feministas. Además de para constatar, como ocurre en la historia narrada, cómo la perspectiva de género y la de clase interactúan con resultados explosivos.
Junto al impecable relato del proceso que vive la protagonista, lo mejor de Querer son, sin duda, los retratos que nos ofrece de unas masculinidades en las que podemos detectar todo un arco que nos habla de dónde estamos los hombres en este siglo de cuarta ola feminista pero también de reacciones furibundas. Siguiendo las pautas que ya marcara Icíar Bollaín con el hombre violento de Te doy mis ojos, aquí, en un ejercicio de todavía mayor complejidad y sutileza, encontramos el modelo completo de hombre socializado para ejercer el poder y la autoridad. El proveedor que brilla en lo público, que es sostenido además por un determinado nivel socioeconómico que interactúa con su poderío masculino y que disfruta de un contexto que lo ampara y justifica. Desde una familia que es parte esencial de la construcción de su ego a un entorno profesional que es el fiel reflejo de los pactos de varones que nos mantienen, todavía hoy, en el terreno vertical de la omnipotencia. Todo ello acompañado de las indispensables máscaras con las que ya difícilmente ocultamos nuestros fracasos y fragilidades. Entre otras cosas, porque afortunadamente las mujeres han empezado a romper los pactos que a ellas las mantenían subordinadas, lo cual permitía que nosotros nos viéramos al doble de nuestro tamaño. Justo esta quiebra, que es una quiebra de poder, pero también de construcción de su misma identidad, es la que vemos reflejada en el personaje del marido, al que Pedro Casablanc otorga cuerpo, voz y autocontrol. Porque, y este es otra de las claves de la masculinidad que la serie visibiliza, los hombres de la historia son prisioneros también de una contención en todo lo que tiene que ver con las emociones, los vínculos y la afectividad. Ese terreno tan femenino del que siempre huimos y sin el cual es imposible construir relaciones saludables y sostenibles. Por el contrario, nuestra educación para el (auto)control y el dominio, nos ha hecho lamentablemente incapaces en gran medida para la reciprocidad y la ternura. O sea, para amarnos en términos de equivalencia.
En este sentido, otro de los grandes aciertos de Querer es que sean dos hijos varones los que se enfrenten a una realidad dolorosa que también los atraviesa a ellos, y en los que vemos maneras distintas de reaccionar ante la liberación de la madre. Las distintas actitudes que vemos en Jon y en Aitor nos ofrecen un repertorio, casi pedagógico diría yo, de los distintos lugares en que nos colocamos los hombres frente a unas violencias que, en general, solemos contemplar como algo externo a nosotros. La vivencia de Jon, el hijo que interpreta Iván Pellicer, es también la de un hombre que ha tenido que revisar su masculinidad, o al menos está en ello, y que por tanto ha ido desarrollando una serie de capacidades y habilidades que le permiten empatizar con la madre. En él detectamos, a veces solo intuimos, otras formas de relacionarse, de amar, de tener sexo, de tender puentes. Hay en él, por supuesto, un sufrimiento encarnado, que también tiene que ver con su misma construcción personal, que lo lleva a un ejercicio de reconocimiento y de acogida. Existe, de alguna manera, una invisible conexión entre la vulnerabilidad de su madre y la suya propia. Y, por tanto, una comunión de heridas, necesidades y preguntas. En Jon encontramos pues las claves para superar una masculinidad que es también una jaula y que reduce nuestras capacidades humana para la emoción, el cuidado y la alegría. De ahí la urgencia de una transformación, personal y política, individual y colectiva, que libere a ese Jon que pelea en nuestro interior.
Al contrario que su hermano menor, en Aitor, interpretado por un Miguel Bernardeau al que fácilmente identificamos con una “élite”, encontramos la fiel reproducción de los esquemas paternos, la repetición de pautas y reglas, también el autocontrol emocional y la pulsión de dominio. Con apenas unas pinceladas de su vida de pareja, y sobre todo de cómo reacciona ante la denuncia presentada por la madre, detectamos en él a un sujeto que incluso puede llegar a sentirse agraviado (como tantos hombres en este siglo de melancolía por el estatus perdido). O, como mínimo, desubicado ante un mundo en el que las mujeres son ya capaces de pegar un portazo y marcharse. El hijo nacido para ocupar el trono, para poner el coche a doscientos por hora y que, muy a su pesar, descubre que el testamento a recibir se convierte en polvo como si fuera un papiro viejísimo. El padre ahora que justamente a través del hijo empieza a darse cuenta de lo que nunca quiso ser consciente. Del espejo en el que nunca se atrevió a mirarse, tal vez porque temía encontrar la peor versión de sí mismo, o sea, de su padre. El proceso que vive Aitor es, sin duda, uno de los hilos más bellos y esperanzadores de la serie, en la que también descubrimos que, más allá de las verdades judiciales, con frecuencia tan sesgadas e insuficientes, atravesadas siempre por maquinarias que victimizan y que mal protegen, queda pendiente un largo listado de revoluciones de las que tendríamos que responsabilizarnos. Empezando por romper los pactos que nos atan a los patriarcas. De ahí que no se me ocurra mejor ejercicio de reflexión crítica y de trabajo transformador para nosotros, los hombres con frecuencia todavía endiosados, que ser capaces de ver Querer con la valentía de no retirar la mirada cuando en ella veamos la imagen de nosotros mismos que tanto nos cuenta reconocer. Iniciando así un itinerario que nos lleve, al fin, a ese abrazo que nunca supimos dar.
PUBLICADO EN Diario Público, 3 diciembre 2024
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