
La atención mediática
generada por la compra de un bebé por Ana García Obregón nos ha vuelto ha poner
de manifiesto cómo en nuestro país la eufemísticamente denominada “gestación
por sustitución” (GS) se halla en un laberinto jurídico que, de hecho, no hace
sino amparar que el mercado se mueva a sus anchas y que los derechos de las
mujeres y de los menores de edad queden sometidos a los dictados de quienes perciben
sus deseos como derechos. Un ejemplo rotundo y dramático de cómo patriarcado y neoliberalismo se alían como primos hermanos, de tal manera que la brecha de género sumada a la de clase provoca nuevas víctimas entre las de siempre. Si
efectivamente, como bien ha argumentado nuestro Tribunal Supremo, la práctica
de la GS atenta contra derechos fundamentales de las mujeres y de los menores
de edad, la única respuesta constitucionalmente admisible en nuestro
ordenamiento sería la prohibición de este tipo de contratos, con las
consiguientes consecuencias penales, tal y como de hecho se hace con prácticas
como la compraventa de órganos (art. 156 bis CP) o el tráfico de menores (art.
221 CP). Además de que, obviamente, tal y como ha hecho Ley Orgánica 1/2023, de
28 de febrero, por la que se modifica la Ley Orgánica 2/2010, de 3 de marzo, de
salud sexual y reproductiva y de la interrupción voluntaria del embarazo, la
identifiquemos como forma de violencia contra las mujeres.
La lesión de derechos que provoca esta
práctica no avalaría siquiera su regulación cuando no mediara una
contraprestación económica, por varios motivos. En primer lugar, por las
dificultades de conseguir una regulación absolutamente garantista de los
derechos de la mujer/madre y de los menores de edad, tal y como ha puesto de
manifiesto por ejemplo la experiencia portuguesa. Una regulación estrictamente
garantista de los derechos en juego supondría someter a límites tan rigurosos
este tipo de contratos que en la práctica supondría prácticamente la
imposibilidad de su ejercicio. En segundo lugar, porque esta regulación podría
abrir la puerta a que de manera fraudulenta se realizara una práctica a la que
acudirían de manera exclusiva mujeres con necesidades económicas. Y, en tercer
lugar, porque mantener la legitimidad de este tipo de contratos supone
prorrogar un modelo patriarcal de mujer, considerada como un medio para
satisfacer los deseos y necesidades de otros, marcada por la generosidad y la
entrega a los demás, y en definitiva condicionada por un estatus de precariedad
estrechamente vinculado a su condición natural de reproductora. En este
sentido, no deberíamos olvidar que cuando el Derecho regula una determinada
práctica social la dota de legitimidad y avala el imaginario que se desprende
de la posición que hombres y mujeres, de manera diferenciada, ocupamos en la
misma.
Una lógica consecuencia de lo anterior,
sería la correspondiente penalización de las agencias intermediarias, de tal
manera que quedara impedido, o como mínimo dificultado de manera extrema, la
tramitación de este tipo de contratos de GS en el extranjero. Solo así se
reduciría al mínimo la problemática del reconocimiento de la filiación de los y
las menores nacidas en otros países. No bastaría, pues, como ha contemplado la
reciente LO 1/2023 , con la prohibición de la publicidad de la actividad de
dichas agencias, pues ello no impedirá en la práctica que sigan realizando
contratos de GS en países que lo permitan. Es una propuesta tan limitada, como si se prohibiera la publicidad del tráfico de órganos,
pero no el tráfico en sí. La mera prohibición de la publicidad de las agencias
no creo que, de hecho, sirva para frenar esta práctica, sobre todo desde el
momento en que por ejemplo existen diversas asociaciones consolidadas que la
apoyan y que pueden ser las principales transmisoras de la información sobre
cómo realizar esta práctica en el extranjero y sobre quién puede facilitar la
realización de dicho contrato. Una vez más, parece evidente la falta de
voluntad política ante un asunto que, pese a su complejidad, dadas sobre todo
las dimensiones de Derecho Internacional Privado presentes, requerirá de una
respuesta legislativa mucho más contundente. En todo caso, las que no tienen
mucho sentido son las posiciones intermedias entre la regulación de la práctica
y su prohibición.
Con respecto a la situación jurídica de la
filiación de los hijos e hijas nacidas mediante este tipo de prácticas en
países donde está permitido debería regularse de manera clara y precisa, a ser
posible mediante ley y no mediante una simple norma ejecutiva, el
reconocimiento de la relación jurídica con el menor nacido en el extranjero. La
jurisprudencia del Tribunal Supremo ha insistido en que nuestro ordenamiento
establece como medios para que ese menor no quede en una especie de “limbo” la
reclamación de la paternidad biológica de uno de los padres, si uno de ellos
hubiera aportado material genético (art. 10.3 LTRHA), la adopción o el
acogimiento familiar. En este sentido, sería prioritaria la derogación de las
Instrucciones de la Dirección General de los Registros y el Notariado que
facilitan el reconocimiento casi automático de la filiación de los menores nacidos mediante
esta práctica.
De manera paralela a estos cambios
normativos, sería necesario facilitar y agilizar los procesos de adopción como
la única vía legítima para el acceso a la paternidad y maternidad de aquellos
sujetos que no puedan o no quieran hacerlo de forma biológica. En todo caso,
por más que se facilite la tramitación administrativa o se acorten los plazos
para hacer efectiva una adopción, no podemos olvidar que su finalidad no es
satisfacer un deseo particular – el de ser padre o madre - sino ofrecer un
marco de protección y bienestar a un menor. Este objetivo obliga lógicamente a
procedimientos con las debidas garantías, lo cual implica tiempo y complejidad
administrativa.
Más allá de las soluciones jurídicas que
puedan adoptarse a nivel estatal, estamos ante una de esas realidades que
requerirían una respuesta global, es decir, por parte del Derecho Internacional
Privado y, a ser posible, mediante un tratado internacional que homogeneizara
el tratamiento jurídico de esta práctica. Ahora bien, mucho me temo que en este
marco internacional la línea de trabajo vaya más en la línea de reconocer la
filiación de los menores, lo cual supondría de alguna forma avalar el “turismo
reproductivo”.
La prohibición de esta práctica debería
situarse además en el marco más general de una Ley en la que se reconocieran de
manera completa los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres, partiendo
del principio de “autodeterminación”.
Una protección que solo será efectiva si va de la mano de políticas
públicas que garanticen el igual acceso de las mujeres a los bienes, recursos y
oportunidades laborales, y en consecuencia su autonomía. Esa futura ley, en la que
también deberían abordarse cuestiones como los derechos de las mujeres durante
el parto y la prohibición de la violencia obstétrica, debería partir de los
presupuestos críticos de la Bioética feminista, desde la que, entre otras
cuestiones urgentes, deberían replantearse el marco jurídico de la reproducción
humana asistida. El horizonte es claro, aunque complejo: que el cuerpo de las
mujeres quede fuera de la disciplina del mercado y esté siempre al amparo del
Estado de derecho y, por tanto, protegido en la triple esfera de su autonomía,
dignidad e integridad, física y moral.
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