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THE QUIET GIRL. Amar es cuidar


Con los años me he ido cansando de ese cine cargado de artificio y costuras, en el que se acumulan movimientos efectistas y discursos que parecieran querer adoctrinarnos, en el que parece regir la ley del acontecimiento más que la de la vivencia. Me aburren cada vez más las películas que necesitan más de dos horas para contarnos una historia, como también lo hacen esas tan frecuentes en que pareciera que estamos asistiendo a una lección de moral, como la que en mi infancia me daban los párrocos de mi pueblo desde sus púlpitos. Y no es que reniegue del cine como espectáculo, ni que no tenga "placeres culpables" que me hacen disfrutar en esos días en que no tengo la cabeza para honduras, pero en el mundo tan ruidoso que nos ha tocado vivir necesito cada vez más espacios y oportunidades para pensar despacio, para digerir lentamente las emociones, para encontrar incluso las voces del silencio. 

The quiet girl, cuyo título nos recuerda al clásico "El hombre tranquilo", y que también como aquélla tiene como escenario una bella y misteriosa Irlanda, es una de esas películas que, desde su aparente sencillez, nos sacude y nos conmueve. A través de los pequeños detalles, de sus silencios y de imágenes que nos cuentan más de la vida que una conversación, asistimos a la peripecia emocional de una niña que, descuidada y solitaria en una familia numerosa y pobre, en la que apenas es mirada por un padre ausente y una madre desbordada, descubre en otro lugar que amar significa cuidar. El tiempo que pasa en casa de unos parientes más acomodados, que viven en una casa luminosa, y que arrastran el dolor de un hijo perdido, será para ella un paréntesis que le permitirá ganar confianza en sí misma, asumir sus sonrisas, sentirse única y, sobre todo, saberse parte de un hogar. De una comunidad de afectos sin la que la vida deviene mera supervivencia. Donde escuchar es también mirar y entender, abrazar y sostener. 


A través de la maravillosa mirada de Catherine Clinch , la joven actriz que interpreta a Cáit, la niña de 9 años que vive como si no tuviera un nido al que volver, hacemos un recorrido que es emocional, que nos va calando como esa lluvia fina para la que no necesitamos paraguas. Apenas hacen falta palabras para que los personajes queden dibujados, las carencias mostradas y las fragilidades evidenciadas. El gran mérito de esta singular, bellísima y sorprendente película es que desde su economía de recursos, desde su sencillez magistral, nos atraviesa y nos deja frente a la pantalla como quien ha vivido uno de esos viajes que luego recuerda durante largo tiempo.  El director Colm Bairéad acierta al poner la mirada en los rostros, en las ventanas, en las cocinas donde se arreglan las verduras, en los dormitorios vacíos, en la ropa prestada y en la recién estrenada. Y lo hace sin efectismos, sin alardes, como quien escribe con primor en un cuaderno para que las palabras siempre guarden armonía.


Con uno de los finales más emotivos y contundentes que he visto últimamente, y que sitúa a dos hombres en la tensión de la paternidad como ausencia y el amor como presencia, The quiet girl es una de esas películas que llegan a nuestras vidas como un regalo inesperado, como uno de esos libros del que sin saber apenas nada te atrapa desde sus primeras páginas, como uno de esos amores que aún acabados han dejado un rastro en la piel de caricias inolvidables. La chica callada, silenciosa, tranquila, rara y bella, del título es, en el fondo, cualquiera de nosotros en uno de esos momentos en que nos sentimos extraños y ajenos al mundo que nos ha tocado vivir. Dolorosamente solos. Quizás sin ser conscientes del todo de lo importante que es en cualquier momento de la vida, pero muy singularmente en la niñez, sentirse cuidado y querido. Abrazado y escuchado. En esa patria que es la infancia y donde forjamos el espíritu que con el tiempo nos hará seres casi siempre al borde del precipicio. En esa línea tan delgada que es la vida y donde siempre, o casi siempre, es el amor, el cuidado, el sostén emocional, el que nos salva del naufragio. La energía que nos permite correr y no necesariamente para huir. 

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