Al leer los motivos con los que Jacinda Ardern ha explicado su dimisión, he recordado algunas de las conclusiones que se plantearon justo un día antes de esta noticia en el III Encuentro de Mujeres Profesionales, organizado por la Unión Profesional y celebrado en Madrid, en la sede del Consejo General de la Abogacía. En este foro, las mujeres de distintas profesiones coincidieron en subrayar el alto nivel de (auto)exigencia al que se enfrentan cada día, el escrutinio más severo que en comparación con sus colegas hombres reciben por parte de terceros y, por supuesto, las enormes dificultades que siguen encontrando para hacer compatible su vida pública con la privada. De esta manera, ponían en evidencia como la progresiva incorporación de las mujeres al estatus de ciudadanía no ha supuesto, como bien explica Almudena Hernando en su imprescindible libro “La corriente de la historia”, la consecución de sociedades más igualitarias y justas. Por el contrario, las desigualdades no han dejado de crecer y las mujeres siguen, en el mejor de los casos, acumulando presiones y responsabilidades, déficits de autoridad y un insoportable cansancio, incompatible éste con el deseable estado de salud, física y mental, que necesitamos como humanos para ser mínimamente felices. En estas condiciones, es comprensible que muchas mujeres acaben tirando la toalla y decidan no apostar por su desarrollo en un espacio público que les sigue siendo han hostil. Una opción que, por otra parte, llena de alegría y gozo a quienes hoy por hoy se resisten no solo a compartir el pastel sino también a hornearlo de otra manera.
Estas situaciones tan comunes y repetidas deberían hacernos reflexionar a todas y a todos, pero creo que muy especialmente a nosotros. Porque los hombres seguimos, en general, sin ser conscientes de que no tendremos una sociedad igualitaria mientras que no se logre la paridad tanto en lo público como en lo privado, y mientras que no asumamos en nuestras praxis cotidianas esa revolución que supondrá la renuncia a privilegios que históricamente disfrutamos y la asunción de responsabilidades que siempre eludimos. Pero no bastará con esa implicación masculina, sino que necesitaremos otro modelo de organización social y política, incluido muy especialmente todo lo relativo a los espacios laborales y profesionales, hechos todavía a nuestra imagen y semejanza, es decir, que continúan estando masculinizados. Todo ello supondrá superar el error de que las políticas de igualdad han de traducirse en hacer que las mujeres ajusten a su cuerpo el mismo traje que un sastre varón hizo a imagen y semejanza de sus colegas de fratría.
Debería resultarnos pues desolador, y descorazonador, que una mujer tan brillante como Ardern se haya visto superada y reconozca que carece de energía que seguir desempeñando el puesto de primera ministra. Algo en lo que me imagino muchas mujeres profesionales y no digamos políticas se habrán visto reflejadas, cansadas como están de verse sometidas a unas exigencias no comparables a las que se plantean a sus compañeros y hartas de ser el objetivo fácil de iras y ataques en espacios iracundos como las redes sociales. La renuncia de la primera ministra de Nueva Zelanda debería servirnos pues como toque de atención en unas democracias en las que, como mucho, hemos cambiado algunos jugadores, pero no las reglas del juego. En las que, por tanto, nosotros seguimos disfrutando de nuestra fantasía de potencia y ellas, como regla general, arrastran pesadas mochilas que les hacen sus vidas imposibles. A estas alturas de siglo XXI, debería ser incuestionable que el mundo no puede prescindir del talento, la energía, la sabiduría y la fuerza de las mujeres. Mientras que no asumamos esta lección como un reto esencial en las democracias contemporáneas, seguiremos estando muy lejos de esa sociedad de equivalentes con las que lleva siglos soñando el feminismo. Y seguirá habiendo víctimas que, como Jacinda, se verán obligadas a elegir entre su compromiso público y su imprescindible bienestar. Deberíamos, colegas varones, hacérnoslo mirar.
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