Si hay algo que compartimos como humanos es un cuerpo frágil y vulnerable, el que se van inscribiendo heridas, vergüenzas, luchas y por supuesto gozos. Somos, en palabras de Judith Butler, cuerpos vivientes, seres carentes y en búsqueda siempre, que vamos tatuando en nuestra piel las resistencias y los saltos sin red, las caídas y los orgasmos, los encuentros y las despedidas. La dignidad, y con ella los derechos que llevamos siglos tratando de definir y sobre todo de garantizar, es como una fina membrana que cubre nuestros pies, genitales, vientres y pechos y al fin, sí, nuestras manos. Las manos que acarician, que disparan, que escriben, que aran y que dibujan. Es en nuestros cuerpos donde la historia ha ido labrando los procesos de lucha por esa dignidad siempre en precario, muy especialmente en los cuerpos “otros”, en los disidentes, en los no normativos, en los excluidos, en los de quienes estuvieron siempre en los márgenes. Lo saben bien los cuerpos de las mujeres, pero también los de los negros, los de los pobres, los de quienes no se han reconocido en el espejo. Los de todos aquellos y aquellas que no cabían en el nosotros, siempre conjugado en masculino, blanco y heteronormativo. El cuerpo máquina y heroico de los hombres que van a la guerra. El de los ucranianos que no pueden salir de su país, el de los millones de europeos que murieron en las guerras mundiales, el de los africanos que atraviesan el mar. La ficción de la omnipotencia que a duras penas enmascara nuestra discapacidad. Disabled, el hermosísimo poema que escribió el pacifista Wilfred Owen, amigo de otro tal, Sigfried Sassoon.
Justamente la historia de este poeta inglés al que he descubierto gracias a la hermosísima película Benediction, representa con toda su crudeza esa idea de que los cuerpos, nuestros cuerpos, constituyen los hilos que van tejiendo eso que llamamos humanidad. Un proyecto inacabado, en la esperanza, en el que no han dejado de sumarse cuerpos rotos, heridos y humillados. La historia de los otros frente al relato oficial. Las voces que se alzaron contestarias e insolentes. Como la de Sassoon cuando denuncia las atrocidades de la primera guerra mundial y alega motivos de conciencia para no querer seguir siendo parte de la carnicería: “Creo que la guerra en la que una vez entré como una guerra de defensa y de liberación, se ha convertido en una guerra de agresión y de conquista ” La película de Terence Davies, que como es habitual en él está rodada como si de un poemario se tratara, y a ratos como si quisiera ser un musical, nos muestra las luchas del poeta, no solo contra la barbarie sino también contra la sociedad que lo expulsaba y contra sí mismo. En su peripecia vital, que es también una suma de renuncias y de compromisos, de transiciones y de conversiones, nos encontramos con un hombre que no quiere ser un héroe, al que tampoco dejan ser sujeto, que se ve abocado a vivir en los márgenes e incluso a amoldarse a las normas sociales para no seguir muriendo. En este sentido, Sigfried Sassoon es un antihéroe, un hombre que no ejerce la omnipotencia, un cuerpo que arrastra las heridas de la guerra pero también las de un mundo donde no cabe. Davies nos muestra, con diálogos brillantes y con escenas en las que ética y estética son más que nunca primas hermanas, el recorrido de un hombre que es finalmente un fracasado en cuanto a las expectativas que él mismo se había forjado, y también con respecto a las que la sociedad había creado para él. Ni se convierte en un poeta laureado, ni vive en absoluta coherencia consigo mismo, ni consigue liberarse de sus fantasmas. Su cuerpo, siempre su cuerpo, cuando llega a la vejez, es una carcasa donde solo parecen habitar las lágrimas. Y la soledad, y el hermano muerto – “Your lot its with the ghosts of soldiers dead, And I am the field wher men must fight” - , y la madre sola – “when I remember you/ I think of all things rich and true/ That I have reaped and wrought”-, y los cuerpos que amó, y la belleza que de tan fugaz terminó por quemarlo. El amor que no tiene nombre. La realidad y el deseo.
Con uno de los más bellos finales que recuerdo en el cine reciente, con la Fantasía on a Theme by Thomas Tallis de Vaughan Williams de fondo (la misma que usó Gonzalo Suárez en la fascinante Remando al viento), Benediction nos ofrece no solo un contundente alegato contra el horror de la guerra, de cualquier guerra, sino también una vindicación de la fragilidad humana, de nuestra condición compartida de seres errantes, de desplazados, de comunidad que avanza en la medida en que la felicidad se hace política. Un proyecto, en fin, que requiere de hombres curados de hombría. Capaces de mirarnos en el rostro viejo de Sigfried con la valentía de aprender de sus huesos. Interdependientes. Como quien espera siempre la belleza a través de los ojos de otro: “Come down from heaven and bring me in your eyes/ Remembrance of all beauty that has been/ And stillness from the pools of Paradise”.
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