Los ojos de Carla. Los temblores de Carla. La angustia de Carla. Esa mirada que nos interroga y nos hiere. Los ojos de una adolescente, poco más que una niña, enfrentada a la responsabilidad, a las tensiones y a la extrema vulnerabilidad que supone ser madre. Nada que ver con los anuncios del primer domingo de mayo. La hija que mira a la madre y que se rebela contra ella, al tiempo que trata de entenderla, que se reconocen en su lugar de mujeres en los márgenes. Desierto, pintalabios, pobreza. Un móvil como paraíso que cabe en la mano. Porno, dance, like.
Solo por la mezcla de amargura y valentía que anida en los ojos de Carla merece la pena ver, y sufrir, La maternal. Sus cicatrices tan jóvenes, como las de sus compañeras de piso, nos interpelan con la fuerza de un relato poco o nada transitado. La maternidad de apenas unas niñas, la maternidad alejada de los mitos que la convierten en destino gozoso, la maternidad que se atraviesa por los cuerpos y el presente para generar futuros dubitativos y pieles obligadas a sumar años sin haberlos cumplido.
Cuando como espectador varón me siento tocado e interpelado
por películas como las de Pilar Palomero, que me hablan de vivencias ajenas a
mi cuerpo y a mi estatus, me reafirmo en la necesidad de que en el cine, en el
arte, en la cultura, sigan multiplicándose las voces que nos hablan de lo que
no fue visible o importante. De lo que nuestro mundo de machitos redujo, en el
mejor de los casos, a una nota a pie de página en las tesis con las que
certificábamos nuestro dominio político e intelectual. En esta forma violencia
también reside el machismo. Por eso contemplo con alegría cómo poco a poco,
pero sin pausa, las pantallas se van llenando de relatos que nadie me contó o a
los que yo no le di el valor de la universalidad. Como sigue pasándole a tantos
hombres que usan el adjetivo “femenino” para devaluar cualquier pensamiento,
obra o producción que continúan identificando con algo particular. En
definitiva, porque para ellos las mujeres siguen siendo “las otras”. Esas que, por cierto, eran mayoría en la sala
de cine en que vi La maternal, como suelen serlo en los espacios donde hoy se
muestra, al fin, esa otra mitad y, en general, el mundo y la vida teniendo en
cuenta el pulso de las que fueron educadas para estar calladas y sumisas.
Al igual que hiciera en su primer largometraje, Las niñas,
la guionista y directora nos conduce despacio, sin estridencias sentimentales, sin
forzar diálogos ni golpes de efecto, por los senderos de las relaciones afectivas,
por las cuestas de las adolescencias y por todos esos ingredientes sociales y
económicos que hacen que las vidas, sobre todo las vidas de las mujeres, sean
más parecidas a un laberinto que a una línea recta que progresa. De la mano de
unas actrices que transmiten verdad luminosa, y entre las que destacan una
impresionante Angela Cervantes – esa Penélope que podría ser la joven de Jamón,
jamón algún año después - y ese
portentoso descubrimiento que es Carla Quílez, La maternal nos advierte
de cómo seguimos teniendo muchas tareas pendientes, entre otras cosas, en lo
que tiene que ver con la educación afectiva y sexual, además de insistir en que
de manera irremediable la perspectiva de género intersecciona de manera brutal
con la de clase. En una película donde los hombres están presentes de manera
muy secundaria, aunque en todo momento somos conscientes de hasta qué punto la
mayoría de ellos han escurrido el bulto, son ellas, esas chicas que ven
truncado su presente pero también sus horizontes, las que nos remueven las
tripas y nos hablan de cómo tendríamos que darle una vuelta a cómo social y
culturalmente entendemos la maternidad. Y, antes de ella, la sexualidad, los
placeres, las pieles y los encuentros. Esos espacios donde todavía hoy, a estas
alturas del siglo XXI, la autonomía de las mujeres es la hermana pequeña y
maltratada del cuento. Al lado, no lo olvidemos, de nuestro estatuto masculino
de dominio y frecuente irresponsabilidad. Desde la cual, por cierto, no nos duelen prendas en legislar sobre los úteros y las vaginas de ellas.
La maternal, a la que le habrían venido bien unos minutos de menos, es una de esas películas que te acompañan durante varios días. Que a mí me han hecho pensar mucho en mi madre, en la madre de mi hijo, en las alumnas que tengo cada día en el aula. Como si la mirada de Carla y la sonrisa triste de Penélope me obligaran a abrir esa puerta que, como hombre, nunca quise tener presente porque, entre otras cosas, era mucho más cómodo para mí vivir en la inopia. El hombre, al que enseñaron que bailar no era viril, y que contempla como bailan madre e hija, redescubriéndose en el lazo posible de los afectos, sororidad de mujeres pobres y maltratadas por un mundo no hecho a su medida. Ese que les obliga a subir cuestas empinadas. Pedaleando con fuerza, con rabia, con ira. El poder político de la ira de las mujeres. El baile emancipador de Carla con el que calmar no solo el llanto de su hijo sino también el suyo propio. El talento y el talante de Pilar. En fin, el arte, la vida, la política.
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