El pasado mes de septiembre el Ministerio de Igualdad lanzaba una campaña que, con el título “¿Qué pueden aportar los hombres a un país feminista?” (https://www.youtube.com/watch?v=ZsVWRpExdGw ), trataba de
interpelarnos en cuanto sujetos que deberíamos ser conscientes de la necesidad de
revisarnos, así como de revisar nuestro pacto de convivencia con las mujeres. A través
de un anuncio en el que se jugaba con las célebres declaraciones de El Fary de hace
años, en las que reivindicaba al hombre de verdad y censuraba a los blandengues, y
unas imágenes en las que vemos a varones cuidadores y emocionados, la intención era
poner el foco en la necesidad de superar los mandatos de la masculinidad. Poco
después del lanzamiento de la campaña, que como era de esperar generó en redes y
alrededores las reacciones airadas de los más cavernícolas, la vida real nos ofreció una
imagen que bien podría haber sido parte de la campaña. Me refiero a la de Rafa Nadal
y Roger Federer en la despedida de éste, mostrando sus emociones y afectividad, en
una actitud que si bien la hemos visto alguna vez en el mundo del deporte no es la
más habitual entre los hombres “de verdad”. No seré yo quien dude del potencial de la
imagen de los dos tenistas, sobre todo si va acompañada de una reflexión sobre el
contexto machista que nos sigue mal educando, pero me temo que una vez más nos
hemos pasado en alabanzas y hemos reafirmado la importancia de lo masculino. Los
eternos héroes que ahora, y este parece ser el cambio, merecen aplausos y medallas
por mostrar en público sus emociones. De la misma manera que pareciera que
merecemos un premio los padres que intentamos, no siempre con éxito, estar
presentes, física y emocionalmente, en la crianza y educación de nuestros
descendientes.
Por supuesto que necesitamos otros imaginarios en los que se nos muestre toda esa
parte de humanidad a la que tradicionalmente los hombres renunciamos en nombre
de los mandatos de género. Urge que las redes sociales, los medios de comunicación,
la publicidad, el cine, la televisión, nos ofrezcan “otras” masculinidades que rompan
con los estereotipos de esa jaula, la de la virilidad, que tantas consecuencias negativas
provoca en nosotros mismos, así como en los hombres y en las mujeres con quienes
nos relacionamos. Pero no basta con esos gestos o actitudes que habitualmente se
mueven en terrenos plácidos y gratificantes – la expresión de emociones, el cuidado de
los hijos, los cambios en nuestra apariencia física - , sino que hace falta un cambio
radical en las estructuras sociales, económicas y culturales. De tal manera que entre
todos y todas vayamos construyendo un modelo de sociedad en la que el género no
nos condicione ni nos separe jerárquicamente a hombres y mujeres. Y este cambio
pasa por el abandono por nuestra parte de posiciones de comodidad y de privilegio.
Como la que muchos, y sobre todo muchas, detectaron en aquellas censurables
declaraciones de Nadal en las que anunciaba que a él la paternidad no iba a afectarle a
su vida profesional.
El objetivo no es pues la vindicación de los hombres blandengues, ni la reafirmación de nuestra importancia y fortaleza bajo la cobertura de una nueva máscara, la de la nueva masculinidad. Lo que es urgente es un cambio cultural capaz de liquidar el machismo que habita dentro de nosotros, ese que no queremos ver, y una superación de las reglas del juego que fueron diseñadas en función de nuestros intereses. Si a eso sumamos la liberación de ese corsé que nos impide gestionar, expresar y compartir nuestras emociones, el horizonte utópico estará mucho más cerca. Pero, de momento, es eso, una utopía, la cual solo podremos hacer realidad con más acción política. Una acción que nos reclama a los hombres, de entrada, colocarnos en posiciones que no generarán likes entre nuestros iguales. Y que van mucho más allá de coger la mano, como por cierto hacen los hombres en muchas culturas nada feministas, de ese colega que abandona su estatus público de heroicidad.
* ESTE ARTÍCULO HA SIDO PÚBLICADO EN EL NÚMERO DE NOVIEMBRE DE 2022 DE LA REVISTA GQ
LA ILUSTRACIÓN ES DE JUAN VALLECILLOS
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