LO PERSONAL ES POLÍTICO, NO UN ESPECTÁCULO
No, no voy a hablar de Rocío Carrasco. Vi y escuché su testimonio, el primero de una larga serie, y me sobrecogió: es fácil detectar en su rostro y en sus palabras el patrón de un maltrato psicológico continuado. Quien haya vivido una situación similar en carne propia o quien la haya tenido bien cerca pudo reconocer gestos y palabras. De la misma manera que, recientemente, pero en un formato y en un contexto completamente distintos, reconocimos y empatizamos con el dolor de Nevenka Fernández. En ambos casos, la voz de las mujeres como fractura de la ley del silencio que ha servido durante siglos para mantener en el púlpito al patriarca: el verbo como poder, la negación de la palabra como condena. Tampoco voy a hablar de lo evidente. Es decir, de la importancia que se visibilice lo invisible, que se ponga rostro a lo que a veces incluso cuesta trabajo admitir como mera estadística, que determinados mensajes lleguen a la ciudadanía con el objetivo de sensibilizar y de alimentar una mirada crítica y responsable frente a una de las más graves violaciones de derechos que afecta a la mitad de la Humanidad. Yo todavía sigo poniéndole a mi alumnado el testimonio de Ana Orantes para que entiendan el porqué y el para qué de la Ley de 2004 contra la violencia de género. Y pienso que sería fundamental que sobre todo nosotros, los hombres, nos enfrentáramos al reflejo en estas mujeres de la masculinidad depredadora que nos habita. Poco puedo decir desde el punto de vista jurídico que no lo hayan dicho ya los tribunales de justicia, por más que deba reconocer que sigue faltando en su función de juzgar y ejecutar lo juzgado una perspectiva de género. Es decir, la mirada crítica y deconstructiva que supone entender el género como las relaciones de poder entre hombres y mujeres, de las que deriva la discriminación estructural de ellas y que prorrogan nuestro estatus de mitad privilegiada. No olvidemos que el Poder Judicial, y todos los agentes que actúan en su entorno, continúa siendo uno de los más resistentes al cambio de paradigma que supone romper con contrato social que continúa escribiendo sus cláusulas sobre el sexual que condiciona los cuerpos y las capacidades de las mujeres.
No, no voy a hablar de nada eso. Voy a hacerlo, siguiendo la pauta epistemológica que aprendí del feminismo, situando y contextualizando el testimonio desgarrador de la que fue mujer de quien ahora no se atreve a nombrar. Porque me resulta imposible, en cuanto espectador y en cuanto ciudadano, desligar lo que de denuncia necesaria y foco urgente ha implicado su (re)aparición en escena, del espectáculo que una cadena de televisión ha creado y alimenta con tal de ganar audiencia y dividendos. De ahí que asistamos a una competición entre las dos partes enfrentadas, como si fuera una final de Supervivientes en la que los espectadores se dejan los euros votando por el favorito. De la misma manera que, entre lágrimas y lágrimas de Rocío, el conductor del evento, revestido de una solemnidad merecedora de un Goya, nos anime a que participemos en un sorteo que nos puede hacer millonarios. Show must go on. Y no se trata de quitar valor al potencial educativo y socializador que puede tener un medio televisivo con la capacidad de llegar a millones de personas, de las cuales muchas no tendrán acceso a otro tipo de (in)formación sobre cuestiones tan complejas como la violencia de género, sino que lo que tendríamos que preguntarnos es justamente por el nivel de responsabilidad social que tiene una cadena de televisión privada, que no deja de ser un negocio propiciado por una concesión pública, en la continuidad de un estado de cosas que, paradójicamente, alimenta todo lo que el desgarrador testimonio de la famosa arrastra como si fuera el reverso dramático de la cola blanca de una novia. Es decir, tendríamos que como mínimo cuestionarnos el papel de un medio que insistentemente en su programación cosifica y sexualiza a las mujeres, reproduce roles y estereotipos en productos que nos vende con la seducción salvaje de lo visceral y no tiene ningún reparo en destrozar vidas con tal de conseguir material para esa especie de ring en el que, pervirtiendo el sentido del ágora pública, se convierten sus platós. La misma cadena que hoy parece hacer un ejercicio de arrepentimiento y contrición, y que tanto me recuerda al cinismo de los confesionarios católicos, ha alimentado durante años al monstruo, siguiendo la estela de otros muchos personajes que ante nuestros ojos desnudó, despedazó y condenó a la estantería de los juguetes rotos. Es evidente que hablar en este caso de responsabilidad social, de un mínimo sentido ético de la comunicación y no digamos de compromiso con determinadas causas – doce meses, doce causas - parezca una macabra broma de quién, por supuesto, en todo su derecho, convierte en espectáculo lo personal. Menos mal, claro, que, frente a tanto desatino, siempre nos queda la bendita libertad de, como en alguna ocasión por cierto dijo Rocío Carrasco al ser preguntada sobre si estaba siguiendo el reality en el que participaba su hija, no poner determinadas cadenas y dedicar nuestro tiempo a ver una buena serie en cualquier plataforma. El problema, insisto, es que hay cientos, miles de personas, para las que Sálvame y similares continúa siendo sino la principal sí una ventana constante de acceso a una realidad que acaba siempre manipulada en nombre del show. Algo que parece haber aprendido muy bien parte de nuestra clase política que no pierde la menor ocasión para ser parte, en su búsqueda incansable del abrazo populista que supongo soñarán ver convertido en votos, del espectáculo en el que no caben matices, argumentos y reflexión. Solo la pasión inmediata que reclama la pantalla, el fuego emocional de los sentimientos televisados en primer plano, el ruido y la furia de quienes llenan horas y horas de televisión jugando al estás conmigo o estás contra mí: pura pornografía emocional. No es de extrañar que en cada vez más ocasiones nuestro Parlamento acabe pareciéndose a uno de esos platós de color limón, naranja o tomate.
Lo más terrible del espectáculo al que estamos asistiendo no es que se evidencie que lo personal es político, sino que lo acabamos comprobando es que lo personal es espectáculo, y que parece que estamos dispuestos a invertir todo nuestro tiempo y energía en el ruido posterior y en la estela de portadas, tertulias y fuegos artificiales que en los próximos meses nos tendrán entretenidos, o lo que es lo mismo, domesticados. Todo ello mientras que la mayoría de las medidas previstas en el Pacto de Estado contra la violencia de 2017 continúan sin desarrollarse, mientras que las políticas de igualdad parecen estar enrocadas en debates conceptuales y no llegan al barro de la pobreza y de las múltiples violencias que sufren las mujeres, mientras que continuamos sin poner el foco en la necesaria educación para la ciudadanía que ha de estar atravesada por la lógica emancipadora del feminismo, mientras que nos adentramos en una crisis de la que ya sabemos quiénes van a ser las principales perdedoras. Lamentablemente todo eso parece pasar a un segundo plano ante la fuerza arrolladora de un espectáculo que nos tendrá durante meses frente a una pantalla que sortea ilusiones y vende dramas.
Yo sí te creo, Rocío, lo que no me creo es toda esa parafernalia en la que tú apareces como un juguete roto más. Un juego muy cínico que debería reafirmarnos en el entendimiento de que la lucha contra las violencias machistas no es cuestión de creencias sino de justicia y de derechos humanos, de democracia efectiva, de las garantías exigibles a un Estado de Derecho y del compromiso público y colectivo, de verdad, y no mediante apariciones estelares en horario de máxima audiencia, con políticas públicas que apuesten por la igualdad. Es decir, se trata de habitar al fin una democracia en la que la vida de las mujeres deje de ser menos digna que la de quienes siempre tuvimos la voz y la palabra.
Publicado en BLOG MUJERES de EL PAÍS, 28 de marzo de 2021:
https://elpais.com/elpais/2021/03/28/mujeres/1616938453_187039.html
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