No soy de los que piensan que la pandemia nos volverá mejores, tal vez porque el optimismo de mi voluntad en este ya casi un año de paréntesis en nuestras vidas anda bajo mínimos. Por más que haya visto respuestas, individuales y colectivas, dignas de admiración, de esas que, aunque solo sea puntualmente, nos permiten recuperar la fe en los seres humanos, sigo echando en falta un sentido de comunidad en lo que hacemos y en lo que dejamos de hacer. Es decir, tengo la sensación de que seguimos fielmente los dictados del individualismo feroz que tan bien casa con el mercado, esa instancia descontrolada a la que solo le interesa que actuemos como consumidores y que pensemos, lo menos posible, en cuanto sujetos que acaban concibiendo sus deseos como derechos. Este paradigma nos lleva, en el mejor de los casos, a la necesidad de contar con héroes e incluso, para la desgracia de las democracias, con salvadores que nos seduzcan con sus promesas del paraíso. Y de todos es sabido, o debería serlo, que los dogmas y la fe son malas compañías para la autonomía individual y para una convivencia construida sobre la igualdad y el pluralismo.
Nos sigue faltando, y en la gestión de la crisis provocada por el coronavirus lo estamos detectando elevado a la enésima potencia, colocar en el centro de la política, de lo público, la vida que compartimos, los espacios y los tiempos en que como seres interdependientes habitamos, las condiciones mínimas sin las que no es posible el bienestar de todos y de todas. Hemos articulado nuestra vida en común mediante lógicas economicistas, competitivas en muchos casos, y en esta construcción nos hemos olvidado de cómo se levantan puentes y de que la locura febril de esta sociedad de produtoras deja cada vez a más gentes en las afueras. Esos márgenes cada vez más poblados por quienes, en nombre de la libertad absoluta, se han privado privados de unos recursos mínimos para desarrollar sus proyectos de vida. La desigualdad creciente no es sino el resultado de un pacto no escrito en el que convertimos en valor absoluta la libre elección.
Necesitamos pues, y con urgencia ante la crisis que estamos viviendo pero también ante las que amenazan el futuro del planeta, darle la vuelta a nuestras prioridades, sentarnos a negociar un nuevo contrato en el que mujeres y hombres hagamos de la ciudadanía un espacio de iguales derechos y oportunidades, en el que unas mínimas condiciones equivalentes de bienestar sean el punto de partida del ejercicio de nuestras libertades. Ello pasa por cambiar el sentido economicista que le hemos dado a nuestra convivencia por un sentido ético de nuestra vida en común. Es decir, necesitamos ahora más que nunca, porque la pandemia ha dejado al descubierto todas nuestras miserias, las personales y las colectivas, apuntalar los valores que sirven para definir una vida buena, desde una perspectiva de justicia redistributiva, desde el reconocimiento de las diferencias, desde la conversión en prioritarios de todos esos trabajos y ocupaciones que hacen posible la sostenibilidad de la vida. Justo esas actividades que en estos meses hemos comprobado que siguen siendo precarias y escasamente reconocidas en nuestra escala de valores. En este sentido, tampoco es casualidad que muchas de esas actividades hayan sido siempre desempeñadas mayoritariamente por mujeres.
Ojalá el coronoavirus, y esa bofetada a nuestra omnipotencia que está suponiendo su látigo de dolor global, fuera la llave que, al estilo de las vacunas, nos inmunizara frente a populismos, supremacismos y profetas. Tan necesitados como estamos, seres frágiles y vulnerables, no de héroes que nos rescaten sino de otras reglas del juego que coloquen el bien común por encima de nuestros ombligos. Nos va la vida, la vida en común, en ello. Y para ello no hay farmacéutica capaz de obrar el milagro en un laboratorio.
PUBLICADO EN EL NÚMERO DE MARZO DE 2021 DE LA REVISTA GQ
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