"Vivir es estar de camino hacia ninguna parte, y solo el viaje le da un sentido a la existencia"LUIS LANDERO, El huerto de Emerson
Una de las consecuencias más terribles de un modelo global que no deja de darle alas al mercado a costa de las garantías propias de un Estado de Derecho es el aumento imparable de la desigualdad. Un proceso que se aceleró con la crisis de 2008 y que ahora me temo volverá a coger velocidad con las consecuencias de la pandemia. El sistema basado en la satisfacción inmediata de los deseos individuales, en la especulación que engorda las billeteras de los más fuertes y en la negación de la dimensión reequilibradora de la igualdad no hace sino expulsar a personas a los márgenes, excluirlos de la ciudadanía, situarlos en un terreno de nadie, nómadas no tanto por elección romántica sino por la fuerza de quien carece de raíces sociales que le garanticen una vida digna. Mujeres y hombres a quienes no queda más remedio que, como caracoles, caminar con la casa a cuestas y de manera itinerante ir encontrado su sostén, siempre inestable, en el camino. Por lo senderos desiertos y pedregosos del siglo de la precariedad y de la pobreza extendida, en el que tener un trabajo ya no es garantía de poder tener una vida digna de ser vivida. Las uvas de la ira en versión siglo XXI.
El relato de estas personas en los márgenes, que en tanto nos recuerdan a las que buscan refugio huyendo de una guerra, es tratado por la directora Chloé Zhao, que ya nos deslumbró con su retrato de la masculinidad herida en The rider, con el tacto propio de quien, pese a tanto dolor e injusticia, no quiere renunciar a la esperanza. Nomadland nos cuenta, a mitad de camino entre el documental y la ficción, los itinerarios vitales de quienes se han visto despojados de todo y se han convertido en la carta más vulnerable del juego. La pieza imprescindible, por otra parte, para que el resto vivamos cómodamente instalados en nuestros aposentos, con el mundo entero a nuestra disposición con solo teclear en el móvil un deseo. La película, que en su manera de hacernos cómplices de sus personajes tiene mucho de la razón poética de María Zambrano, pero que sin embargo apenas apunta quiénes son los responsables de tanta víctima, nos sumerge en una experiencia casi espiritual, sin más diosas que la Naturaleza y la sororidad que vemos como única salida posible. El valor de la comunidad, de los bienes comunes, de los derechos como la ley del más débil: hay alternativas posibles. Incluso a la que representa una masculinidad hegemónica tan cómplice del sistema y a la que vemos doblegarse cuando el hombre, que fue tan mal padre, acaba convertido en un abuelo presente.
Y Frances McDormand, claro. Porque esta película no sería la misma sin el rostro y la desnudez de una actriz que sin aspavientos ni poses nos hace empatizar con la soledad de una mujer sola, extremadamente vulnerable, pero que es capaz de coger las riendas de sus días y buscar por los caminos el sentido último de una vida que le ha jugado tantas malas pasadas. La caminante, la viajera, la que desnuda se baña en un lago y se siente entonces, así, sin maquillajes ni vestimentas, sin medallas ni púlpitos, el ser más pleno de la Naturaleza. Un guiño ecofeminista que nos avisa de dónde reside la sostenibilidad de nuestras vidas y, en consecuencia, el único futuro posible para el planeta. El porvenir que tiene nombre de mujer.
La historia de la protagonista, a la que se van sumando la de otras mujeres y otros hombres que han llegado a esa edad en la que han dejado de ser productivos, nos da una bofetada de realidad y nos conmueve, no porque apela a lo visceral o a los sentimientos más gratuitos, sino porque nos muestra el lado más descarnado de un mundo en el que cada vez hay más “nadies” en las cunetas y en el que una minoría cada vez más minoritaria mece la cuna en la que nos cuesta tanto conciliar el sueño. Nomadland, con sus atardeceres que son como un bálsamo y con los rostros arrugados de seres humanos que son el espejo de nuestros ombligos, es una de esas películas hermosamente duras que, sin embargo, te dejan a final un aliento esperanzado. Ese que nos llama a encontrarnos en el camino y a sumar las manos, las cabezas y los corazones de quienes, tan frágiles, solo podemos alzar el vuelo abrazados al otro y a la otra que son los únicos capaces de restaurar la loza rota de lo que creíamos imprescindible.
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