Después de meses de asistir, entre asombrado unas veces y perdido casi todas, al (in)tenso debate que está teniendo lugar en las redes sociales – menos mal que Twiter es solo una pequeña parcelita del mundo que vivimos – en torno a la identidad de género y el borrado de las mujeres, ver Papicha. Sueños de libertad me ha permitido ordenar algunas de las piezas que en los últimos tiempos, con tanta sacudida externa, andaban al borde del precipicio. Volver al cine después de meses de sequía, en esa especie de liturgia laica que supone estar en una sala oscura frente a una gran pantalla, ha supuesto no solo una cierta reconciliación con el sujeto inquieto que siempre fui sino también, en este caso, una magnífica oportunidad para mirar lo esencial. Porque la historia que nos cuenta la película de Mounia Meddour, tan dolorosa y al mismo tiempo tan hermosa por la verdad que transmite, nos deja clarísimos cuáles son los verdaderos enemigos por batir: el patriarcado en cuanto estructura de poder y el machismo, que no es sino la cultura en que aquél se apoya y que, a su vez, alimenta. Dos ejes que se agrandan y multiplican en aquellos contextos en los que la cultura y/o la religión sirven de pretexto para mantener y prorrogar el poder del patriarca, cuya hegemonía se nutre de la negación de la palabra y de la autonomía de la mitad femenina. Las mujeres, en estos espacios de masculinidades sagradas, alentadas y alimentadas por las pistolas y por los pulsos testosterónicos de los machitos, están condenadas a ser para otros, la mitad siempre disponible, los cuerpos negados y sexualizados, la boca sin palabras y el cabello cubierto para no provocar la lujuria masculina. Las guardianas de las costumbres y de la virtud, las santas o las putas, las siempre sumisas y las encargadas de cuidar y dar placer a los hombres. Justo lo que pretendían los yihadistas en el Argel de finales de los 90.
La historia de rebeldía de la joven Nedjma, proyectada no
solo en su sueño de usar sus manos para crear arte con las telas, sino en la
búsqueda de un horizonte de vida en el que no tenga que depender de nadie, y
mucho menos de un hombre, nos da las claves de dónde reside el motor del
feminismo. La fuerza, y al final los
gritos heladores de la joven universitaria, que en muchos momentos nos recuerda
a una especie de Adela lorquiana, parecen gritarnos a su vez a todos nosotros que
el feminismo lleva siglos luchando contra toda forma de explotación y servidumbre
de las mujeres. Que esa es la línea roja que nos permite identificar lo que
responde a una lógica emancipadora de los derechos humanos frente a cualquier
práctica o regla que ponga cadenas en los pies y en las mentes, burkas sobre el
cuerpo o algún bozal tapando las bocas.
Al emocionarme, y sentirme interpelado como hombre blanco y occidental, recordé
todo lo que Najat el Hachmi explica en su imprescindible Siempre han hablado por nosotras, y de cómo uno de los riesgos
evidentes de este siglo es convertir la diversidad en pretexto para defender
incluso prácticas y costumbres que atentan contra la dignidad de los seres
humanos, entre quienes las que nacen mujer son quienes más papeletas llevan en sus
bolsillos para ser las perdedoras, siempre, en todos los conflictos y en todas
las guerras, en todas las revoluciones, incluso en las trincheras invisibles de
lo cotidiano.
Papicha, sueños de libertad nos demuestra una vez más la
necesidad de contar con voces de mujeres que narren sus historias, que desafíen
el universal masculino y que además, como en este caso, nos hagan mirar más
allá de nuestro ombligo de occidentales malcriados. La Papicha del
título, por cierto, no es solo una joven a la que le gusta estar a la moda, o
que baila para espantar sus males, o que diseña ropa con el objetivo de saberse
y sentirse una Barbie. Al contrario, la jugada maestra de la historia que nos cuenta
la película es que la ropa, los vestidos, el desfile con el que sueña la protagonista,
son expresión de su autonomía, de su capacidad de decidir sobre sí misma y
sobre su cuerpo, de su libertad para mostrarse ante el mundo bella y única. Y
es ese sueño el que hace más rotunda la sororidad de unas jóvenes que bailan,
ríen, lloran y hasta juegan al fútbol. A las que nos le queda más remedio que escaparse
a escondidas entre los barrotes que ellos, los hombres que las controlan y las
violan, les ponen a sus vidas.
Ver Papicha en estos raros tiempos de distancia social
y de mascarillas, de redes cada vez más airadas y de tanto debate que solo
genera ruido, es una manera también de rebelarse frente a quienes tratan de
imponer su verdad como si fuera la única, de moverse del sitio tan cómodo en el
que estamos y de nunca olvidar que el feminismo, como toda propuesta de emancipación
del ser humano, solo tiene vida si mira por encima de fronteras. Un horizonte ético
y político que necesita un ejercicio permanente de memoria y una agenda en la
que quede muy claro que lo esencial es acabar con las asimetrías que, a nuestro
favor siempre, prorroga el sistema sexo/género.
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